20 de abril de 2011

Antropología de la intimidad; perversión y tristeza.

Recuerdo una de esas alusiones chinas que la gente suele hacer para explicar alguna cosa. Esta hace referencia a un viejo que intentaba salvar a un alacrán de su ahogo al tiempo que este lo repelía con sus aguijonazos. Situación que no escapó a la curiosidad de un joven que le preguntó por qué intentaba salvar a un bicho que no se dejaba. A lo que el viejo respondió: está en mi naturaleza salvar al alacrán y está en la suya picarme.

Bien. A pesar de mi inclinación a ser cada vez menos joven y en absoluto chino, me veo compartiendo la ingenuidad de todos ellos en este universo donde relación y conciencia de relación son dos cosas no relacionadas.

Veamos. Yo me empecino en querer, como es habitual en criaturas de corazón y libido, a una mujer. Me apuro en decir que sí, que ella no me corresponde, y que no he traído al alacrán para embicharla en una comparación.

Supongo que de aquella vez

que siendo apenas un niño, fui sorprendido por mi madre viendo una revista pornográfica, y que fui brevemente escarmentado, no por insolente sino por poco instruido,

me quedó una enseñanza. De esas que prefiguran el futuro comportamiento. Recuerdo que quitándome esa pequeña y embarrada revista de mis manos (estaba sucia porque yo la enterraba en un descampado), y señalando una dilatadísima vajina penetrada por un dildo, mi madre me dijo: “no se trata de esto, lo más erótico que existe es la boca de una mujer.”

¿Qué me dijo?

Fue como pisar una mina: en el momento me quedé petrificado y sabiendo que en cuanto me moviese (…)

Los significados volaron por el aire. Tenía ahora una multitud de fragmentos

(idénticos en su significancia, que se anulaban mutuamente por principio de igualdad)

que pasaban a descomponer el todo femenino

(porque si existía una boca deberían existir unas orejas, unas pestañas, una mandíbula…),

que hasta el momento había partido de la sinécdoque vaginal, que había sido lo suficientemente elástica para cubrir a toda la mujer, ahogando las diversas voces de sus ahora nuevas partes

(porque ahora, si la boca tenía voz, deberían tenerla las orejas, las pestañas, la mandíbula…).

El cuerpo pasó a ser una extensión de un campo de batalla, o el campo de batalla mismo. Me enrolaron por considerarme un semejante, cuando siendo chico se es un Alien. Se me sacrificó por el erotismo. Y nadie me dijo nada (tal vez no lo sabían):

el erotismo venía con una indefinida tristeza sexual.

El erotismo, ese entretejido de carne y promesas de inmortalidad; porque si las partes sobreviven a su delicada relación… digo, cómo no hacerla religión.

Religio. Religare. Ligar pedazos. Y luego venerarlos.

Finalmente los niños perdimos nuestro precioso porno. Sin embargo, habiendo superado el limitado impedimento del límite de edad, nos ocupamos de darle al porno un lugar enorme. Pero ese lugar siempre sería espectacular, y ya no tendría la marginalidad de antaño: el valor de la nota al margen, de la única forma de rescatar al texto de la lectura que impone.

Yo me entristecí por esa victoria tardía y falsa. Ya no tenía gracia. Trágica normalidad del porno. ¿Qué han hecho amiguitos? La norma nunca tiene gracia, porque la Gracia, ese concepto Divino, es la entrega absoluta. Nuestra sexualidad, pornografiada, ya no es un vehículo para la entrega absoluta: ahora la entendemos. Ya no es privativo de una comunidad de sexualidad errante y perpetuamente incipiente. Ahora es cosa adulta. Parte de un sistema binario de unos y ceros. Unos y Eros.

Yo quiero salvarme. Y mientras los soldados del sexo

(que marchan desde el latín sexus para decirnos que todo proviene del verbo secare (cortar), y que debe ser norma/l considerar macho y hembra…),

se postran ante su sexualidad como niños sin alma, yo corro tras las bocas, las orejas, las pestañas, las mandíbulas.

Quiero corromperlas. Pervertirlas. Darles algo que valga nada (bien diferente a algo que no valga nada). Algo, por ejemplo, que la boca ignore. Rescatarla de su propia saliva. De la propia secreción cultural.

¿Podremos engendrar una sexualidad postcultural, devolverle su infancia?:

“En latín, en cambio, la palabra infans -ntis (de la cual proviene infante) se formó con el prefijo privativo in- antepuesto a fante, que era el participio presente del verbo fari ‘hablar’, o sea que infans significaba literalmente ‘no hablante’”.

¿No es el bukkake una forma de censurar la boca de su potencia hablante? ¿No estamos minando al porno desde adentro? ¿No pretendemos hacerlo estallar para volver a la inocencia de un homo-no-sapiens, que no sienta la angustia de la divergencia del sistema-discursivo?

El bukkake es una forma de resistencia. Miremos su origen y etimología.

Perversión. Darnos en otra versión. Versificar. Componer una multitud de fragmentos.

Jamás nos quedará otra cosa que la perversión y las parafilias, es decir, la práctica de una sexualidad que resiste a la propia sexualidad, que siempre acaba en norma. Pero en verdad, lo que se devela en mí es el quid del erotismo, que en su construcción se muestra atado a una negación ingenua, como la del alacrán. Así, entre el patetismo del imaginario y la naturaleza de la mortalidad, yo no hago más que defenderme de lo que no conozco, desesperado, porque el tiempo se me acaba.


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