6 de diciembre de 2006

Mala praxis.

Apoltronado y tibio detrás de la ventana de su consultorio, el doctor Sanguinetti hacía dos cosas: se regocijaba con la proyección de un magnífico invierno azul y aguardaba el momento de la verdad. Momento donde descubriría, finalmente, el alcance de su última intervención quirúrgica.
Las pasadas semanas fueron intensas y demandantes. Trabajó solo, sin asistentes ni enfermeros. Los requerimientos de la intervención le exigieron abismarse en la soledad de su talento. Es que la paciente en cuestión presentó un grado de deterioro mayúsculo, inverosímil. Decir que partes de ella fueron llevadas a la clínica en bolsas, debería bastar; aunque para beneplácito de los más exigentes, recordaré que otras partes ni siquiera fueron llevadas: desprolijidades inevitables de los accidentes ferroviarios.
Estas complicaciones hicieron que en un primer momento, cuando los bomberos le tiraron el desmembrado problema sobre el escritorio, Sanguinetti se negara a aceptarlo. Tan absurdo fue el planteo de rearmado de Virginia –así la llamaron-, que parecía una broma de mal gusto. Excusable resultó que en ese momento, nuestro doctor, permaneciera con las manos en los bolsillos y con una sonrisa de hielo. Esperaba que así comprendieran su opinión sobre la inutilidad de cualquier acción. Sin embargo los bomberos resultaron inflexibles, y empatando la postura, insistieron. Incómodos segundos de expresivo silencio dieron a Sanguinetti la certeza de la férrea firmeza de los cascos rojos; volvió a evaluar el desparramo, pero resoplando. Luego de repasar con laxa mirada a la paciente, levantó la vista hacia esos hombres y ejercitó una última finta: “Señores –dijo señalando a la innumerable paciente-, hasta dios contó con una costilla sana para poder empezar”. Un alfiler se escuchó caer. Y de repente, ante la desubicada frase, la comprensible reacción de los bomberos: una sonrisa leve que evoluciono a risita mordida y que finalmente se desbandó en carcajada. Cosa que vino muy bien. Porque el ambiente se distendió y las tensiones se esfumaron. Complacido por el humor de esa gente, y apreciando ese rasgo tan humano y tan útil para superar situaciones delicadas, Sanguinetti acabó por modificar su postura. “Bueno, bueno, calmémonos –dijo con la voz aflautada de risa-, junten a Vir, a gi, y a nia y llévenla al quirófano”. Relajados y muy agradecidos, los bomberos recogieron a la paciente y la llevaron a la sala de operaciones.
Desde ese momento nadie volvió a ver a Virginia ni a Sanguinetti. Como he dicho, fueron semanas de obsesiva labor solitaria. Labor que hoy sabremos cómo terminó.

Volvamos ahora junto al doctor. Mientras también él recordaba la extraña manera en que se le había presentado el caso, un tímido golpecito de puerta llegó a sus oídos. Al abrirla se encontró con su asistente quien le informó que todo estaba listo. Con esto se refería a que las máximas autoridades de la clínica y los más prestigiosos colegas lo aguardaban para presenciar el desvendaje de Virginia. Acto de solemne curiosidad donde también se encontraban, muy merecidamente, los bomberos.

La habitación podría haber sido muy pequeña o la gente mucha, para el caso es igual. Sanguinetti se abrió paso como pudo y se detuvo donde debía, al costado de Virginia. El abarrotamiento lo ponía incómodo y le generaba náuseas. Era un espectáculo algo grotesco ver a la gente apretujada y cogoteando constantemente para encontrar la mejor vista. El doctor les hizo saber el carácter innecesario y conventillero de sus presencias. Luego, sin más diplomacia, comenzó la circular develación. Vuelta a vuelta, de pies a cabeza fue descubriendo el cuerpo desnudo de Virginia.
Perplejidad. Momento histórico. La belleza, hija del punto de vista, había quedado huérfana. El doctor presentó lo definitivo, lo indiscutible, y, sin saberlo, la mayor tragedia para la humanidad.

Virginia, obra y consecuencia.
Si algo había diferenciado a Sanguinetti de sus colegas era la inigualable calidad de su trabajo. Para lograr tal, tenía como fin lo mismo que como principio, la naturalidad. Hasta ahora nunca lograda en plenitud. Pues la perfección se le oponía. Sí, lejos de lo que podríamos suponer, el doctor recomendaba evitar la perfección a toda costa. Aclaraba la proposición aduciendo que la misma tiene un carácter antinatural que se funda en la vanidad. “La naturaleza –declaraba– prescinde de la artificialidad de los sentimientos para hacer nada”. Y así intentaba proceder. Operación a operación fue aumentando la naturalidad, desprendiéndose de él mismo, fundiéndose en la naturaleza, o viceversa. Finalmente llegó al punto cúlmine, a la belleza pura, a Virginia. A esta fascinante carnalidad a la que no podemos, ni queremos evitar. Dueña de la más exquisita simetría de compensación; sistema elaboradísimo donde, de manera imperceptible y deliberada, habitan las fallas que nos vienen a salvar de la empalagosa perfección. Esas ligeras deficiencias que tienen como edificante objetivo resaltar lo basal y primitivamente atractivo; innombrables, invisibles, tapadas por el opuesto que señalan, ocultas como la idea detrás del objeto. Existiendo sin la desmesura de la obviedad. Mírela a los ojos, trate de escapar de la redonda firmeza de su mirada, de evadir la juguetona elasticidad de su estrabismo, de no arrojarse a la profundidad oceánica de su color, de no pasar la noche hamacándose en sus pestañas. Y me detengo. No quiero reducirla más. No quiero caer en los inconducentes caminos de la poesía. Sólo agregaré que su materialidad ostenta el poder cautivador del equilibrio; la vitalidad de la tensión constante, la atracción de la expectativa. Fuerzas parejas que luchan constantemente por imponerse, complaciéndonos en no concluir, dándonos esa ganancia completa que es la falta de alguna pérdida. Brindando eternidad. Vida constante. Belleza. Cómo, señores, cómo no sentirse profundamente seducido por la posibilidad de nunca morir. Y así, sin saberlo, el doctor la había convertido en objeto sin tiempo. Porque lo lindo muere, lo feo muere, pero lo bello, lo bello es eterno.

Un silencio existencial desbordó la habitación. Los ojos se colmaron de saciedad. Se había vencido al tiempo. Nadie lo sabía pero todos lo sentían. El íntimo y profundo impacto se traslucía en los rostros de los presentes. La eternidad estallaba para todos. Y a la luz de esa verdad, se luminaron otras. Así vio el doctor el terrible alcance de su obra; comenzó a echar a la gente. Absolutamente turbado los empujó hacia afuera. Fue como correr pesados muebles, ya que nadie pretendía abandonar el lugar. Finalmente, y agitado por arrastrar tanta obstinación, puso llave a la puerta. Virginia, todavía desnuda en la cama, lo miraba con el entrecejo fruncido. Sanguinetti se acercó con la vista hacia el piso. Tomó la mascarilla de la anestesia y violentamente la colocó sobre su rostro. El forcejeo fue breve. La durmió profundamente. Luego se sentó a su lado y le corrió el pelo de la frente. Suspiró y sacó de su guardapolvo un bisturí. Lo apoyó sobre los delicados labios como un vano intento de callar una verdad que por todos los poros salía.
¨Eternidad –dijo murmurando-, eso amamos de ti, Virginia. La promesa de vivir eternamente. Pero ahora que podemos ser eternos, ahora no te vamos necesitar¨. El doctor hizo una leve presión con el bisturí y un hilo de sangre brotó del labio de ella. Luego continuó: ¨Sabrás entender; he matado a la muerte, y con ella al amor, al arte, a la religión, a la filosofía, a la esperanza… ¿Y de qué otras cosas vivimos sino de esas? ¿¡Cómo parase en la eternidad sin ellas!? Hay que morirse Virginia, hay que morirse para poder vivir de la manera en que lo hacemos¨. El bisturí se hundió debajo de la oreja, en la mandíbula, y raspando el hueso fue bordeando el maxilar hasta el mentón. Las últimas palabras las decimos con él: ¨Es trágico que en la belleza haya eternidad y que en la eternidad no haya belleza. ¿No es así Virginia? ¿O estamos inventando todo esto? ¿Será cierto que fuiste eterna, que por un momento perdimos toda esperanza de que nos fueras a amar?¨.

6 comentarios:

Alex dijo...

Hay unas definiciones buenísimas, que no las voy a enumerar acá y es una magnífica reflexión que si todos la hiciéramos perderíamos solemnidad y angustia. Me encantó, Die, de lo mejor que te he leído.

microcosmos dijo...

exquisito. cada palabra, y todo lo que cabe en cada entrelínea. exquisito.
mis respetos.

(cuando encuentre la tapa de los sesos, tal vez pueda dar una segunda vuelta en eternidad, muerte, belleza y el hilo que las conduce. pero puede que demore un poco; para entonces, ya no querré decirlo)

exquisito.

Anónimo dijo...

Antes que nada definiría eternidad y belleza.
Aunque aun así, es genial.

Pero la falta de definicion de esos terminos me incomoda..es más fuerte que yo. Sabés de mi obsesión con las palabras.

Un beso enorme desde este jueves/viernes.

Lo.

DudaDesnuda dijo...

Sí, sí, sí. Matennnnlas a todas para que no se reproduzcan. ¡Pst!!!

Besos y bisturí.

Anónimo dijo...

No hay que morir para vivir de la forma en que queremos. Ni para apreciar la belleza. A veces puede encontrarse simplemente en una charla. De esas que te dan vida.

Un beso enorme, desde este lunes ojos cerrados y cabezas abiertas.

Lo.

Anónimo dijo...

Soy la visita Nº 1000!!!!!!

que me gané????

Las pruebas, en tu mail.
besos