A veces creo que el pensamiento (como actitud conciente) es una postura adolescente de la sabiduría. Una acción protegida y consentida por la doble seguridad de la ignorancia (sabemos que la ignorancia es un concepto polar de la intelectualidad): tenemos por un lado la seguridad activa de saber que se está ignorando algo, y por otro lado, la seguridad pasiva de una ignorancia que se ignora a sí misma. Por esto comprendemos que la soberbia sea cohabitante de todo pensar.
Más allá de los parámetros con los que juzguemos la calidad de un pensamiento, todos hacemos uso de tal facultad con intensidad; no hay pensamiento relajado. Reconozco así en el pensamiento un límite, “el límite”. Un límite hipotético, claro, ya que solo podría comprobarlo con la acción de su superación; ¿pero cómo desprenderse del límite, de la idea de límite”? No puedo hacerlo. Es por lógica que no puedo considerarme ni superior ni inferior a ninguna experiencia que me tenga como protagonista. El límite no es ni un más allá, ni un más acá, es el aquí. Un nunca aquí.
La amistad como enemiga de la lógica personal; los complacientes jamás serán nuestros amigos.
Hay una falsa amistad entendida como una equivalencia de amor al prójimo, a esa la cacheteamos, la despreciamos: ¿cómo puede resultarnos apreciable, precioso, aquello que no nos provee de materia para preñar con nuestro pensamiento?
(Minuto 2:20, imperdible)
Suelo encontrarme en el tren con un amigo de la infancia, una amistad (¿cuál no?) muy particular. Tenemos el conocimiento de haber pasado una vida más o menos juntos y, al mismo tiempo, una distancia de sensibilidades infranqueable. Hoy por hoy nos relacionamos solo los 30 minutos que dura el viaje. El resto del tiempo, y sin darnos cuenta, lo vivimos para y por esos minutos. Así nos comportamos todos con relación a la amistad. Son fragmentos de tiempo altamente intercesores. Desvirtuando al niño Proust: nuestra patria son los afectos.
En esos viajes intercambiamos palabras según el estereotipo de conversación usual. Y nos reímos. Tenemos humor negro, absurdo, y codificado por una complicidad añejada. Vulneramos el ridículo. Vencemos.
La fractura amistosa.
Este tipo tuvo siempre la insolente virtud de romper las bolas. De incomodar. Sus preguntas son un dedo en el culo. No nos extraña que sea psicólogo. Ya lo era cuando teníamos 15 años y nos cuestionaba el porqué de ir a bailar. Hoy se lamenta por aquella juventud racional y se redime con un presente distante de libros: “Ya no tengo más ganas de leer nada”, me dice. Yo no se lo reprocho: un poco porque me gustan los vagos, y otro poco porque quiero saber (de lo que sea) más que él. Además lo entiendo, su novia estrena pechos, y antes que homo sapiens, somos homos erectus. Erectus.
A lo que iba. Durante uno de estos viajes, y como si aún fuéramos aquello que seremos, me dice: “Che, ¿y cómo te ves de acá a 10, 15, 20 años?”.
La puta que te parió. Yo qué mierda sé. ¿En qué sentido me lo decís?
Nunca sabemos hasta dónde las preguntas condicionan la respuesta. Esto era idéntico al qué querés ser cuando seas grande. Pero a los 30 pesa distinto. Porque ya sabemos que ser grande es cosa de chicos. Una vez parados en la Edad (en el espesor del tiempo), rendimos un insensato tributo a ella. Esa pregunta me pedía coordenadas, me obligaba a ellas. Y hay algo en mí que se resiste. El otro día pensaba si a nivel atómico no tenemos una tendencia hacia la subversión del tiempo. Si la tenemos: en la apoptosis celular hay algo de esto.
Todavía faltaban varias estaciones para llegar y su expresión se había puesto cínica. O eso creía yo, algo influenciado, seguro, por unas lecturas que por esos días hacía de filósofos Cínicos.
Siguiendo con las nociones confusas de espacio y tiempo, digo que su pregunta me desubicó. Y por exigencia de coherencia no pude más que dar una respuesta desubicada: ”Quiero convertirme en intelectual. (¿?). Quiero saber qué es la inteligencia y para qué sirve. Saber en qué piensan las personas que piensan. Saber qué y cómo me modifica la culturización de mi mismo, la construcción de mí”. Y así seguí, insuflando mi respuesta de nobleza, de altruismo, tratando de impresionarlo y de impresionarme.
Pasaron los 30 minutos y el tren llegó. Caminamos hasta su casa hablando de otra cosa. Nos despedimos:
-Bueno, me voy a entrenar.
Hinchó sus bíceps. Le reconocí que estaba groso.
- Chau, puto.
1 de abril de 2008
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1 comentario:
jajajajajajaja, la despedida: una síntesis impecable!!!
La definición de edad como espesor de tiempo, me encantó.
T♥
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