29 de noviembre de 2010

Hacia un manifiesto mediocre.

En vistas de la avanzada social contra la mediocridad, me veo en obligación de defenderla. Como individuo social (vaya tensión) debo ejercer una serie de libertades que me salvaguarden del delirio común (de los delirios del vivir en comunidad).

La mediocridad, concepto vilipendiado y repelido, puesto a la altura de un insulto, debe (y lo haré) ser rescatado. En principio quiero hacer una definición a la que no le voy a quitar su ironía: la mediocridad consiste en hacer lo mejor con el menor esfuerzo posible.




Con esto no pretendo denostar el esfuerzo, pero tampoco deseo mantenerlo a la altura de la virtud. Como persona sin talento destacable ni portador de pasiones arrebatadoras, estoy en la obligación de cuidarme. ¿Qué debo cuidar?: mi constitución, mi forma-de-vida que, para ser sincero, me tiene bastante saludable. Una manera de hacerlo es no comprando las utopías discursivas que se fundan, por ejemplo, en torno a casos de éxito (cuales quieran sean). No por no saber qué hacer de mi vida a los 34 años de edad, significa que esté en un problema. No por no saber qué hacer, significa que esté perdido. Sí siento que en esta media-de-edad los objetivos puestos a los veintitantos están entrando en revisión.




Me llama profundamente la atención la gente que, entorno a los 30-40, comienza una regresión a su adolescencia. ¿Qué tiene que ver esto con la mediocridad? Que la mediocridad es una perspectiva adolescente de la vida, es la creencia en una decadencia (la decadencia es mal entendida por aquellos que se figuran altos valores morales y éticos) a la que lo único que puede oponérsele es la energía juvenil y el estado crítico. Pero tal decadencia no existe. Lo que existe es la frustración, el incumplimiento de sueños, la melancolía romántica. Y esto deviene por una sola cosa: la acción contra la mediocridad consiste en aferrarse a la creencia de progreso, progreso comprendido en esa temprana etapa de nuestras vidas. El problema es que allí se nos insta a considerar los objetivos y los deseos a largo plazo, a planificar el futuro. Y esta bien. Solo que la planificación tiene costes de rigidez. Es decir, habiendo la biología y la experiencia modificado nuestro estado, nuestro comportamiento entra en conflicto. De allí la culpa, la melancolía, y la revisión del sistema de valores. Sin embargo el resultado es desalentadora. El círculo se cierra reforzando el sistema de opresión. En vez de mutar el estado crítico nos quedamos con el aprendido, y ponemos la energía en pregonar un estado mejor. Con la diferencia de que no lo hacemos como un mandato íntimo (ajustado a uno mismo), sino social, lo que está atado al aliviante y (catártico) sentido de la ética y de un bien mayor:

"La experiencia no tiene valor ético alguno, es simplemente el nombre que damos a nuestros errores."

Y esa fue una adorable frase de uno de mis mediocres predilectos: Oscar Wilde.

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