Sobre el borde
de una avenida un moderno edificio se dispara muy para arriba (como el sueño
concreto y fallido de su arquitecto). Es uno de esos edificios que han crecido
en un apretado baldío; tal vez el último de la ciudad.
Entre su
esqueleto de eficientes materiales puebla un sinnúmero (nómina estimada: 484)
de agentes económicos de las más variadas profesiones; la Empresa, que se
declara alma y fin último, nos saluda amablemente (a través de su
infraestructura y absoluta organización): porque no puede ser lo suficientemente algo, para quienes no
formamos parte de su ecosistema (de otra forma jamás saludaría, se entiende).
Desde esa
tranquilidad de no pertenecer, miramos.
Parapetado
detrás de un mostrador y tapado por seis monitores, se encuentra el primer
punto de enlace con el Adentro; tiene un uniforme similar al de un militar,
solo que más desalineado (probablemente por falta de disciplina en su portador
que por la calidad de la prenda misma). En cada uno de esos seis monitores
vemos en vivo y en directo: la llanura pampeana, un acantilado de mar del plata
(y el mar), un bosque sureño, una selva del litoral, el cordón cordillerano, un
perro durmiendo.
El hombre, con
la camisa un poco salida del pantalón, mira absorto cada uno de los monitores
(cuando debiera de mirar desatentamente, como toda rutina indica): eso es una
distracción y es probable que le sea perjudicial. Nosotros nos ponemos
nerviosos y tememos por él. Al mismo tiempo creemos que la naturaleza es justa
y sabia.
Mientras le
tomamos cierto odio a nuestro enlace (tiene el dobladillo del pantalón
increíblemente sucio), y nos llenamos de bronca ante la abyecta declinación de
la vida por abatimiento o reiterada humillación, vemos que una de las pantallas
se pone de un intenso azul cielo; y es la imagen del cielo mismo. Y vemos
también que en ese cielo un píxel negro traza un círculo reiteradamente. Lo
vemos bien, pero nuestro enlace tiene una tara que no le permite entrar en
alerta. Es la tara del brillo, de lo Poderosísimo Brilloso (que suelen resultar
las pantallas encendidas). No es tanto un problema (el que tiene) por tener
ojos como por tener la mirada mal educada (dijimos que miraba absorto, no con
atención. Evidentemente no sabe mirar); ya la camisa afuera nos advertía su
falta de disciplina. Y dios sabe que hay cosas suyas (de dios) que no nos
gustan (como esta creación fallida), pero a dios gracias también: el disgusto que
sentimos por su obra se va con la culpa que lavamos por el respeto a su obra
misma; (porque si así él lo quiso…). Así que no le advertimos a nuestro guardia
sobre el agrandamiento del punto en el cielo. Aunque también creo que lo que
veo puede no ser real. Tal vez por eso calle. Cabe la posibilidad de que todo
sea producto de la imaginación de este soldado mal trazado, pero fuertemente
imaginativo. Ustedes saben, una de esas imaginaciones autárquicas y
convincentes (yo le estoy creyendo al punto de considerarme posibilidad de ser
parte de ella). De manera que si esas pantallas trasmiten campos, campos serán,
y si campos son, cielos tendrán (y los tienen de tantos colores), lo que por
suyo no resulta extrañó que ese píxel sea, al aumento del zoom, una ave, y si
me permiten, majestuosa; hambrienta (¿no es el hambre pura majestad?). Veo
también que esa ave busca saciedad y que tiene la mirada encendida de
rapacidad. También está la forma en que se lanza a su víctima: en afiladísimo
clavado.
Cabe
asombrarnos por esta habilidad de ataque, pero más deberíamos por la existencia
del devenir ave. Maravillosa es la naturaleza con sus mutaciones reales, imaginarias,
virtuales y físicas: porque este hombre, con facciones de gran Dante, descendió
tan sigilosamente de su alto piso (¿tendrá allí su oficina, su nido? ¿cómo
serán sus huevos?) que sorprendió previsible pero (¿?) a nuestro hombre de
uniforme (quien ya cargaba en su especie el destino de presa).
Fuera de
Animal Plantet, nunca en mi vida pude ser testigo directo del universal ballet
de aniquilamiento y procreación.
Hubiera
aplaudido. Qué locura todo.
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