Bajo la estilizada sombra de un álamo, allí, en esa rasgadura al sol, el perro de Cuyo descansa.
Enfilado (a su lado), en otra pequeña isla de la alameda, estoy yo.
El sol lo fulmina todo, es cierto. Pero su radiar nos mata (envuelve) dulcemente: somos la somnolencia de la siesta.
Ambos sabemos que estamos muriendo. Ambos presentimos, entre el desganado espacio de nuestros párpados, que la muerte es una forma que nos pertenece.
No (nos) tememos. Y además yo lo alcanzo con la misma mirada: el perro ya sabe que somos la misma especie (nos tenemos).
Siento que es un maestro de la existencia, allí tirado, sobre su tierra seca. Tierra suya, como extensión de su también amarronada piel. Tierra granulosa que usa, piedrita por piedrita, para hacerse llegar hasta mi; y llega. Llega para atravesarme, y para seguir sin irse, hasta los cerros del fondo, dónde más tarde se enrojecerá el sol, que también será él.
Pienso que mi tumba le corresponderá. Que mis vivientes en verdad lo llorarán a él. Que yo no moriré, que estaré allí para llorarlo, como ahora, un poco invisible, un poco diseminado, pero no mucho más que todo lo demás.
Ya percibimos lo que nuestro-atardecer nos deparará
...
(y seguimos tranquilos)
..
ahora cerramos los ojos
.
vamos a descansar
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4 comentarios:
muy lindo, ciertamente
Gracias, Dañiel, por pasar.
hermoso Diego... maestros de la existencia, si... gracias por tu msj xx
Gracias a vos, Steff.
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