15 de septiembre de 2006

Homicidio filosófico.

Los medios de transporte público son un espanto, menos por transporte que por público. Por mucho público. Vivir en uno de ellos debe ser horrible. Supongo que por eso nadie lo hace. Imagínese cepillarse los dientes con los codos pegados al cuerpo. En fin, siendo que el destino sabe de este profeso desagrado, día a día se empecina en ponerme a una o varias de estas máquinas en el trayecto del trabajo hacia mi casa, y viceversa. Es notable, además, como decenas o centenas de personas esperan a cualquier hora y día a que yo suba para hacerlo ellos también. Pero este no es el texto, tal vez sea el contexto, pero nunca, escuche bien, nunca el pretexto. Ahora bien, me encontraba (nunca mejor dicho “me encontraba”, estas circunstancias son ideales para reflexionar, pues cualquier actividad física está suspendida), como decía, me encontraba yo apretujado entre tanta falta de espacio cuando, una pequeña persona, a punto de descender, se tomó de un fierro y dejó su mano muy cerca de mi cara, demasiado e innecesariamente cerca. Si algo nos podría haber salvado de ser ganado era la posibilidad de estar pensando. Pero ni este, ni aquel, ni el otro, parecían hacerlo. Adoptan posiciones demasiado condicionadas por el espacio. No piensan donde quedan sus axilas, ni cuán grande pueden ser el tamaño de sus culos. En general parecen desconocer su cuerpo, que paradójicamente parece ser lo único que tienen. Y si a esto le sumamos que ignoran la presencia de otros, llegamos a un resultado violento. Se convierten en objetos empujosos, pegajosos, olorosos. Porque encima eso, prefieren un buen celular a un buen desodorante. El hecho es que esto me produjo una gran bronca. Sentí un arrebato de ira que por conveniencia tuve que sofocar. Para ser claro: deseé su muerte. No bastaba con reventarlo a trompadas, no, debía morir. Gente como esa obligan a uno a pensar que la vida no tiene ningún propósito. Nos muestran ¿o demuestran? que a la existencia le bastan tanto las vacas como los humanos. Son el argumento de lo absurdo. Puede que se viva para nada, pero ¿hace falta recordarlo de esa manera?. Ese hombre tuvo suerte de que yo no mate vacas. Cierto que me da lo mismo que viva a que no viva, por esa razón no lo maté. En definitiva nada hubiera solucionado. Ignorando mi repulsión y con los ojos medios cerrados del cansancio, rumió algo entre dientes (creo que insultó la lentitud del servicio), y luego se bajó. No sin antes, claro, de dejarme en la nariz un olor nauseabundo y unas ganas terribles de vomitar el alma.

2 comentarios:

Flor dijo...

Muy buen relato. Me ha sucedido. Horrible. Simple y fatalmente horrible. La gente que te toca al lado, en un colectivo lleno y apretujado, nunca usa un buen perfume. Es una cuestion de azar o suerte. El otro dia me paso que venia parada y la chica que estaba SENTADA al lado mio, tenia una mugre marca acme en el pelo. Su grasa emanaba un olor nauseabundo que me hizo estallar de ganas de gritarle: ¨sucia de mierda, un sedal de vez en cuando no viene mal!¨

Anónimo dijo...

Ya lo había leído...leí casi todo tu blog, por eso siempre que te digo que lo que escribís y pensás es genial, no es sólo por el último post.
Rescato ideas de este en particular como:
nunca mejor dicho “me encontraba”, estas circunstancias son ideales para reflexionar, pues cualquier actividad física está suspendida.

Los viajes en transportes publicos son la peor muestra de la decadencia humana. Yo viajo en taxi, lo cual es el acto burgués más asqueroso que hay, lo sé, pero ya no tolero a la gente.

sabes que creo? que si entendiste tus lecturas, todas y cada una de ellas. Y hasta podría decir que sos claramente un existencialista...o que al menos caminás cerca.

Mi compañero escribió algo así una vez, en formato de cuento, pero el terminaba tirando al sujeto por la ventanilla.....

besos, y de nuevo..un placer leerte Diego.