El instante de mi muerte. De Diego Martínez.
Me acuerdo de un joven -un pibe- privado de morir por la muerte misma -y quizá el error de la injusticia.
Unos chorros habían conseguido arrinconarlo en la estación del tren. Los villeros, ignorando que estaban vencidos tan solo por repetir sus actos -y sabiéndolo también-, intercalaban calma con ferocidad.
Se acercaron por detrás y le tocaron el hombro tímidamente. El pibe pensó que tal cortesía terminaría con una pregunta sobre el horario del tren o alguna otra nimiedad.
Pero en cuanto giró sobre su hombro la situación cambió: “Quedate quieto porque sos boleta” le gruñó uno.
Impidiéndole cumplir con el mandato, y con una amabilidad vergonzosa, el cómplice tomó al pibe del brazo y lo hizo caminar hacia el final del andén, lugar donde comenzaba la extensa podredumbre de un basural provincial.
Siempre a punto de estallar, el otro murmuraba entre dientes “quedate piola que te quemo”. Sin embargo el pibe no pensaba escapar: avanzaba lentamente, de una manera casi sacerdotal.
El chorro, impaciente, lo apuró de un empujón. Y le dejó claro de un puntazo, que la mano que escondía en el bolsillo empuñaba un Caño. Nervioso como todos los que eligen llevar armas, y atascado en un lenguaje del infierno, no paraba de repetirle al ahora menos pibe (se envejece rápido): “esto te pasa por ser un cheto puto ¿escuchaste, puto? esto te pasa por cheto, cheto puto ”.
Ya en medio de la hedionda espesura del basural, y según el ritual del fusilamiento, el que lo llevaba del brazo lo hizo arrodillar y poner las manos en la nuca. El pibe apenas giró la cabeza para dirigirse al que estaba a su espalda: “Disparame en el corazón, en la cabeza no, por favor”. Es decir: como si todo estuviese ya consumado (me pregunto, ¿por qué la gentileza del por favor y la estética del corazón aún en esa situación?)
Sé -lo sé- que el fusilado, no esperando más que el chasquido final del gatillo, experimentó entonces un sentimiento de ligereza extraordinaria, una especie de beatitud (nada feliz, sin embargo). ¿Alegría soberana? ¿El encuentro de la muerte con la muerte?
No trataré de analizar ese sentimiento de ligereza. Quizá él era súbitamente invencible. Muerto-inmortal. Quizá el éxtasis. O más bien el sentimiento de compasión por la humanidad sufriente, la dicha de no ser inmortal ni eterno. Desde entonces, y por una amistad subrepticia, él estuvo ligado a la muerte.
En un instante -brusco retorno al mundo-, sintió que las manos del cómplice comenzaban a sacarle la ropa. El otro permanecía apuntando, dispuesto a continuar así en una inmovilidad que detenía el tiempo.
El que lo desvestía lo desconcertó “Quedate piola que te voy a sacar la ropa”. Y con una especie de risita: “no te vamo hacer boleta”.
Lo dejó con el pantalón -intentó, pero al estar arrodillado no pudo sacárselo- y le indicó que no se diese vuelta hasta dentro de cinco minutos.
El pibe no esperó. Apenas dejó de sentir los acolchados y jugosos pasos sobre la basura se levantó y se fue para la casa, siempre con el sentimiento de ligereza. Ya en su cuarto, y viendo uno de los poster de Erasure, recuperó el sentido de lo real. Silencio.
Un poco más tarde prendió la tele y vio que el noticiero, con su habitual indiferencia, informaba la muerte de un joven en ocasión de robo. Incluso el resto de las notas: índices de pobreza, corrupción general, choques, enfrentamientos, paros, moda, turismo, eran testimonio de un sistema de vida que llevaba tiempo acusando.
En realidad, ¿cuanto tiempo había transcurrido? Cuando el chorro tuvo lo suyo, ¿por qué razón, la impotencia de tener que robar, la rabia de sacarle pero no para siempre, de no poder cambiar nada, no lo hicieron desnucarlo de un balazo?
Por las nike. En su pipa, ligeramente deforme, se denunciaba su carácter de copia.
¿Era el chorro lo suficientemente culto para saber que se trataba de un par trucho, barato, de feria? Reconoció en su víctima el “alma del mundo”. En ese día de 1991, el chorro tuvo por las nike truchas, y por el pibe, el respeto o la consideración que por los otros chetos no tuvieron. Mentira y verdad, porque, como el pibe vio, lo robaron y amenazaron. Pero el pibe sabía distinguir lo empírico y lo esencial.
En algún lugar de la villa un ahora alguien se probó las nike, y aunque apretadas, las lució por las calles de tierra. En la tele todo ardía. Salvo la habitación del pibe. Había sido perdonado. Entonces comenzó, sin duda, el tormento de la injusticia. Ya no el éxtasis: el sentimiento de que él sólo estaba vivo porque, incluso a los ojos de los chorros, pertenecía a una clase.
Eso era la calle: la vida para unos, la crueldad del asesinato para otros.
Sin embargo permanecía, del momento en que el fusilamiento no era más que una espera, el sentimiento de ligereza que yo no sabría traducir: ¿liberado de la vida? ¿el infinito que se abre? Ni felicidad, ni infelicidad. Ni la ausencia de temor, y quizá ya el paso (no) más allá [le pas au-delá].
Yo sé, imagino que este sentimiento inanalizable cambió lo que le quedaba de existencia. Como si la muerte, fuera de él, no pudiese desde entonces más que chocar con la muerte en él: “Estoy vivo. No, estás muerto”.
Más tarde llegaron sus padres. Entonces les contó que le habían robado las nike. “No son más que unas zapatillas de mierda que se pueden volver a comprar, en cambio la vida.. la vida no”. Tras decir eso, y por alguna razón, su padre le dio plata para que se comprase las originales. Pero no sirvió para nada. Qué importa. Tan sólo permanece el sentimiento de ligereza que es la muerte misma o, para decirlo con más precisión, el instante de mi muerte desde entonces siempre pendiente.
El instante de mi muerte. De Maurice Blanchot.
Me acuerdo de un joven -un hombre todavía joven- privado de morir por la muerte misma -y quizás el error de la injusticia.
Los aliados habían conseguido poner pie en suelo francés. Los alemanes, ya vencidos, luchaban en vano con inútil ferocidad. En una gran casa (el Castillo, la llamaban), golpearon a la puerta mas bien tímidamente. Sé que el joven fue a abrir a unos huéspedes que sin duda solicitaban auxilio.
Esta vez, un alarido: “Todos fuera”. Un teniente nazi, en un francés vergonzosamente normal, hizo salir primero a las personas de más edad, después a dos mujeres jóvenes.
“Afuera, afuera”. Esta vez, gritaba. Sin embargo el joven no pretendía huir: avanzaba lentamente, de una manera casi sacerdotal. El teniente lo zarandeó, le mostró unos casquillos, balas; allí había tenido lugar, de forma manifiesta, un combate, el territorio era un territorio de guerra.
El teniente se atascó en un lenguaje extravagante, y poniendo delante de las narices del hombre ahora menos joven (se envejece rápido) los casquillos, las balas, una granada, gritó con claridad: “He aquí lo que usted ha conseguido”.
El nazi colocó a sus hombres para apuntar, según las reglas, al blanco humano. El joven dijo: “Al menos haga entrar a mi familia”. Es decir: la tía (noventa y cuatro años), su madre, más joven, su hermana y su cuñada, una larga y lenta comitiva, silenciosa, como si todo estuviese ya consumado.
Sé -lo sé- que aquel al que ya apuntaban los alemanes, no esperando más que la orden final, experimentó entonces un sentimiento de ligereza extraordinaria, una especie de beatitud (nada feliz, sin embargo). ¿alegría soberana? ¿El encuentro de la muerte con la muerte?
En su lugar, no trataré de analizar ese sentimiento de ligereza. Quizás él era súbitamente invencible. Muerto-inmortal. Quizás el éxtasis. Mis bien el sentimiento de compasión por la humanidad sufriente, la dicha de no ser inmortal ni eterno. Desde entonces, él estuvo ligado a la muerte, por una amistad subrepticia.
En ese instante, brusco retorno al mundo, estalló el ruido considerable de una batalla cercana. Los camaradas del maquis querían prestar socorro a aquel que ellos sabían en peligro. El teniente se alejó para inspeccionar. Los alemanes permanecían en orden, dispuestos a continuar así en una inmovilidad que detenía el tiempo.
Pero he aquí que uno de ellos se acercó y dijo con voz firme: “Nosotros no alemanes, rusos”, y, con una especie de risa: “armada Vlassov”, y le indicó que desapareciese.
Creo que él se alejó, siempre con el sentimiento de ligereza, hasta que se encontró en un bosque lejano, llamado bosque de los brezos, donde permaneció resguardado por los árboles que él conocía bien. Es en el bosque frondoso donde, de repente, y después de un cierto tiempo, recuperó el sentido de lo real.
Por todas partes, incendios, una sucesión de fuego continuo, todas las granjas ardían. Un poco más tarde él se enteró de que tres jóvenes, hijos de granjeros, ajenos a todo combate y que no tenían otra culpa que su juventud, habían sido abatidos. Incluso los caballos hinchados, sobre la carretera, en los campos, eran testimonio de una guerra que había durado.
En realidad, ¿cuanto tiempo había transcurrido? Cuando el teniente volvió y se dio cuenta de la desaparición del joven castellano, ¿por qué la cólera, la rabia no le habían empujado a quemar el Castillo (inmóvil y majestuoso)? Porque era el Castillo. En la fachada estaba inscrita, como un recuerdo indestructible, la fecha de 1807. ¿Era lo suficientemente culto para saber que se trataba del famoso año de Jena, cuando Napoleón, sobre su pequeño caballo gris, pasaba bajo las ventanas de Hegel, que reconoció en él «el alma del mundo», tal como escribió a un amigo?
Mentira y verdad, porque, como Hegel escribió a otro amigo, los franceses robaron y saquearon su vivienda. Pero Hegel sabía distinguir lo empírico y lo esencial. En este año de 1944, el teniente nazi tuvo por el Castillo el respeto o la consideración que las granjas no suscitaban. Sin embargo, se registró por todas partes. Tomaron algún dinero: en una pieza separada. la habitación alta, el teniente encontró unos papeles y una especie de espeso manuscrito -que acaso contenía planes de guerra. Finalmente partió.
Todo ardía, salvo el Castillo. Los señores habían sido perdonados. Entonces comenzó, sin duda, el tormento de la injusticia para el joven. Ya no el éxtasis: el sentimiento de que él sólo estaba vivo porque, incluso a los ojos de los rusos, pertenecía a una clase noble.
Eso era la guerra: la vida para unos, para los otros la crueldad del asesinato.
Permanecía, sin embargo, del momento en que el fusilamiento no era más que una espera, el sentimiento de ligereza que yo no sabría traducir: ¿liberado de la vida? ¿el infinito que se abre? Ni felicidad, ni infelicidad. Ni la ausencia de temor, y quizás ya el paso (no) más allá [le pas au-delá]. Yo sé, imagino que este sentimiento inanalizable cambió lo que le quedaba de existencia. Como si la muerte fuera de él no pudiese desde entonces más que chocar con la muerte en él. “Estoy vivo. No, estás muerto”.
Más tarde, de vuelta en París, se encontró con Malraux. Éste le contó que había sido hecho prisionero (sin ser reconocido), que había conseguido escaparse, aunque perdió un manuscrito. “No eran más que reflexiones sobre arte, fáciles de rehacer, mientras que un manuscrito no podría serlo”. Con Paulhan, mandó hacer investigaciones que no pudieron más que resultar vanas. Qué importa. Tan sólo permanece el sentimiento de ligereza que es la muerte misma o, para decirlo con más precisión, el instante de mi muerte desde entonces siempre pendiente.
12 de octubre de 2007
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5 comentarios:
te pasó en serio?
dos veces me encañonaron, nunca pude sentir la ligereza, supongo que fue porque estaba ocupada puteándome a mí misma por no darle bola a mis certezas, tengo cierta facilidad para saber de antemano algunas cosas, generalmente desgracias de este tipo...preferiría no tener esa facilidad si no viene acompañada de instrucciones claras y precisas.
Sí. Pero acá lo importante es lo no dicho, aquello que hay entrelíneas. El blanco. La relación entre el instante de mi muerte (cierto) y el instante de la muerte de Blanchot (cierto también). Ambos son idénticos desde la experiencia y eso produce una aniquilación de la variable temporal. La experiencia misma es una aniquilación de la temporalidad, entendida la amuerte como hábito indispensable para que se dé el cronos. Aquí lo vivido es lo que se vivirá, ergo, lo que se está viviendo. La muerte se siente como un acontecimiento SIEMPRE presente. Por eso el título, que sería el posteo en sí: nota sobre el tiempo.
Espero haber sido encantador, un beso alex.
vos decís que la muerte inaugura? No, para mí el tiempo es inaugurado por la vida, el ser humano, creo, no tiene registro simbólico ni psicológico de su "propia" muerte, sólo preguntas sin respuestas, en todo caso movilizadoras de más preguntas y algunas, sólo algunas acciones.
Y la lectura que hice de los textos no llegó hasta esto que vos decís, pensé simplemente que ante experiencias parecidas decidiste escribirlo "igual que", o sea, lo ví como un recurso estilístico.
Y fuiste encantador como SIEMPRE
Sì.
-volverè a leer x aquì-
sl2 y bueno dìa =)
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