Lo que es la masculinidad, qué difícil; aquí, un goteo.
Es una emoción salvaje. Una desobediencia, incluso, del gen. Resistencia vacua, aunque pura. Es la antítesis de lo diluido.
Violadora del yugo femenino: de aquello que se ofrece a todos y no se da a nadie; es que a lo femenino no se llega, a lo femenino se lo atraviesa (por favor, no quedarse en la evocación sexual), uno siempre se pasa de largo. Y se gruñe, porque el lenguaje no corresponde.
Lo masculino se relaciona entre sí con camaradería y rivalidad. La masculinidad se carga sobre sus hombros hasta la muerte misma. No busca una muerte digna, claro que no, el sentimiento masculino dice que la muerte es indigna siempre: directamente queda abolida al ser trascendida por el deseo. Precipitación y vértigo acompañan el gusto por la muerte propia. Deleite por entrega absoluta. “No hay miedo, solo emociones aceleradas” se dice en la Espartana 300.
Definir hombre es comenzar una discusión sobre un constructo cultural, y se puede charlar larga e entretenidamente. Sin embargo la masculinidad se presenta como incuestionable. Es simple. Y absoluta. Cerrada sobre sí misma. Ambiente irrespirable para las feministas, atmósfera irresistible para lo femenino: la ambivalencia del “callate”, del imperativo. Podría pensarse que ser hombre es la historia del control de la masculinidad, la construcción del Sujeto masculino, en el sentido cultural. Ese control, hábilmente sublimado, es motivo de admiración y deseo. Finalmente hay compensación para la domesticación, un goce para el que no hace falta sensibilidad artística ni desarrollo intelectual: algo bien básico, como puede ser un sonido. Por ejemplo el tronar de una Husqvarna STR 650 CRC. Un sonido que no se escucha con el oído, sino con el pecho. Una frecuencia sonora excitante, con simbolismo arcaico, con reminiscencia de cascos galopantes. Un golpe seco a la tierra. Un retumbar. Y más lejos aún, un eco de sonido primal: el hombre chocando contra el mundo, haciéndolo suyo, raspando, tallando, cavando, derrumbando, moldeándose mutuamente.
El espacio de la masculinidad, propiamente dicho el ser masculino, no existe en la sociedad. La masculinidad no acepta verdaderamente un vínculo, aun en rivalidad. Si hay confrontación es, paradójicamente, a modo de tregua. Es una manera particular de oponerse a la violencia. La masculinidad lleva al extremo la propuesta agresiva para conjurar la amenaza, es decir, el control. La desarticula ejercitándola brevemente, como pelea de perros. La violencia no es una constante, sino un instante, incluso regulado y normado. El ritual trae calma.
La masculinidad se presenta descomunal y estúpida. Perfectamente se percibe como inteligible, pero al mismo tiempo es inaccesible. Uno está o no está en la masculinidad.
Entrañando la masculinidad la amistad se aprecia como un fenómeno extraño. Que suceda es un milagro: porque cualquier relación tiene un grado de ligazón que puede devenir en dependencia, contrapelo de la libertad. Solo los hombres libres se dan el lujo de la desconfianza.
La masculinidad es inverosímil. Una emoción que al describirla se diluye en el entrecruzamiento de la violencia, el machismo, la sexualidad y la sublimación.
1 de octubre de 2008
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3 comentarios:
"solo los hombres libres se dan el lujo de la desconfianza"
tremendo, muy buen post don diego.
saludos.
una de dos o las dos, o yo estoy muuuuuuuuuy conectada a mi lado masculino o yo entiendo la feminidad en estos términos... ( y encima me parece que esto último)
Hola Lucía, esa expresión es de Deleuze, y si no me equivoco, lo dice en el video a donde linkea la frase. Muy recomendable, por cierto.
Hola Alex: mo creo que masculinidad y femenidad estén tan separados como le gustaría a nuestro pensamiento (al menos al mío, que muchas veces anhela simpleza). Ambas concepciones(?) humanas son de mmutua modelación. No hay manera de pensarlas por separado.
Gracias por pasar.
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