13 de noviembre de 2008

Luz en la ceguera.

La incertidumbre me tiene como referente. Sé tanto de lo desconocido, como lo desconocido de mí. Ese es el acuerdo tácito de la noción de realidad. El concuerdo. El acuerdo. El cuerdo.

“El alma del individuo es «armónica» sea cual sea su índice de inteligencia, y puede que la necesidad de hallar o sentir un orden o armonía básicos sea una condición universal de la mente, independientemente de sus potencias y de la forma que adopte”. Oliver Sacks.

Mi salud mental descansa en el libre ejercicio de su propio estado. Si se me imponen criterios de concordancia se puede hacer patológica mi realidad; la incomprensión de un acuerdo distinto no tiene por qué desembocar en terapia o tratamiento alguno. El respeto por la singularidad es la condición de posibilidad toda (incluso el respeto a uno mismo). En la diferencia, como en la esperanza, no hay banalidad.

“Que la gente tiene encanto solo pos sus fobias, eso es lo difícil de entender. El verdadero encanto es ese lado en que se hacen un lío… un poco cuando no saben por dónde se andan… no significa que se vienen abajo… por el contrario… son gente que no se viene abajo… pero si no captas la pequeña raíz… o el granito de la locura de alguien… no puedes quererle… ah, no puedes quererle. Es ese momento en que está por completo en otro sitio… pero todos somos un poco dementes. Si no captas el puntito de demencia de alguien… entonces tengo miedo, o por el contrario, me alegro de que el punto de demencia de alguien, sea la fuente de su encanto. Sí”. Gilles Deleuze.




El defecto es el principio de la sanidad. El afecto, el de la amistad. Entre defecto y afecto hay más que una sonoridad familiar. Hay una armonía vital.

Lo personalísimo propio es el interrogante donde se cimienta la amistad. No hay amistad de superficie ni de profundidad. Hay una cabalidad intransferible. Hay un Yo por Ti. A comprensión de ello, escrutarse mutuamente es fútil: la amistad puede prescindir de la confidencia, nos dice Borges.

“Cuando llegaron al medio del bulevar se sentaron en el mismo momento, en el mismo banco.

Para secarse la frente se quitaron sus sombreros, que cada uno de ellos puso cerca de sí; y el pequeño vio escrito en el sombrero de su vecino: Bouvard; mientras que éste distinguía con facilidad en la gorra del particular de levita la palabra Pécuchet.

– ¡Vaya! –dijo–. Tuvimos la misma idea, la de poner nuestros nombres en nuestros sombreros.

– ¡Por Dios, sí! ¡Alguien podría llevarse mi sombrero en mi oficina! –igual que yo; yo también soy empleado.

Entonces se miraron con atención”.
Bouvard et Pécuchet, Gustave Flaubert.

2 comentarios:

Alex dijo...

che, y mi comentario dónde está???

Alex dijo...

yo también quiero que mi paz, cualquier paz en mí, descanse en el libre ejercicio de su propio estado.