17 de marzo de 2009

El cuerpo mitográfico.

Caminaba. Ligera rutina cotidiana con la que paseo y rindo un modesto tributo al azar; es que las esquinas:

[doblemente inciertas: desde afuera tuercen el destino, el tiempo; desde adentro, el ahora, el descanso. Mi casa está en una, hacerla hogar es fijarla a una ilusión de quietud que los vértices no propician]

Sin embargo la tentación tiene por requisito osar un posible sufrimiento; y siendo más que por eso acepté la prolija invitación de una ochava. Era la entrada hacia una iglesia tremenda, oculta previamente en la frondosidad de algunos árboles. Muy refrescantes, por cierto.

En principio mis pasos, como los de cualquier foráneo, fueron cautelosos; pero no quería esa evidencia. Así que aceleré para disimular un propósito y, sin quererlo, para constatar la pluralidad del tiempo: llegué al final de la nave sin saber todavía para qué. Algo bastante inconveniente desde el punto de vista de lo previsible (punto donde cualquier propósito se debe apoyar): razón por la cual me sobresalté al encontrar a una señora que arreglaba flores sobre el púlpito. Suerte de los sentidos, estaba afantasmada por el aroma de los jazmines; sin embargo mi sombra no pasó inadvertida sobre su hombro.

[Desde esa categoría metafísica que es la niñez, traigo conmigo una hermosa predilección por las edificaciones abandonadas o sobreabundantes, como las catedrales. Nuestras primeras lecturas son fundacionales. Las que hacemos de adultos son más que nada corroboraciones de aquellas. Recuerdo haber leído “El misterio de las catedrales”, del no menos misterioso Fulcanelli]

Para fugarme de la florista, pero no de la emoción del intruso, finté hacia un recinto lateral y empecé a subir por una escalera entubada en su propia y apretada espiral; la accidentaban, además, floreros sucios y tallos cortados. Era lo que parecía: una improvisada e incómoda habitación de trabajo y ya no un lugar de paso.




[Del ocultismo, del que obtuve, entre otras cosas, alivios y dolores (lo que es arriba es abajo), me queda el silencio más entrañado y la solidaridad para con todos los cultos de los hombres. Y apenas me soy dado en esta justificación: en la visita al templo ajeno evoco y provoco algo que me constituye. Es inútil que en carácter de lo que sé corrobore mi no saber. En esta tónica resulta igualmente intrascendente lo que encontré o lo que vaya a encontrar]

A hurtadillas me escaloné hasta el primer piso donde el calor se estaba tragando cada decímetro cúbico de aire. Ya con menos ganas de tentar la suerte que de salir, manoteé impaciente el picaporte de una puerta: estaba cerrada. La zarandeé. Y estaba muy bien cerrada.

Sentí ganas de bajar. Pero ruidos como ojos comenzaron a subir por la escalera. Me fui para el segundo piso; el último. Pequeño hall, y puerta entreabierta. Sobre ella, un papel decolorado azulceleste tenía impresa la imagen de Homero Simpson y la palabra “Crañoteca”.

[Cuando era chico y asmático la respiración era el epicentro de una existencia que nacía en los límites de lo inorgánico. Vale decir, de lo muerto. En los ataques me sentía en un constante “a punto de morir”. El esfuerzo para no derrumbarme en ese leve pero insistente temblor aéreo era lo único que me sostenía. Paradójicamente trataba de integrarme a lo que me estaba matando. No de resistir, sino de ceder, de serme ese delgadísimo hilo de aire que circulaba entre un cuerpo en ruinas]

El espacio mitográfico comenzó a derrumbarse. Y el cuerpo, tan objeto como sujeto, también. Cuesta, en esos momentos de perturbación holística, restaurar la coherencia, que es el principio de la salud. Y como el asmático que respira su propia muerte para vivir, empujé la puerta y entré al Homérico cuarto.

Me encontré con una, tal vez dos ventanas, que apenas dejaban pasar una claridad cenicienta y que retenían un polvo que no era más que el propio material flotante de la lenta pero infatigable desintegración de ese microcosmos: había ahí una respiración inorgánica, la propia del cuerpo ajeno y muerto que es el espacio donde se extiende el nuestro. Ese cuarto tenía su propia respiración. Y yo era su malsano aire (por excesivo), y viceversa. Nos colapsábamos mutuamente.

Sintiendo, nuevamente, que el tiempo se distribuye esotéricamente y que su alquimia (siempre riesgosa) se hace con los afectos de uno, huí. Dejé atrás unos estantes semivacíos donde se mezclaban (¿antagónicos?) libros de religión con revistas de divulgación científica. Pero, recordemos, nadie para leerlos. Salvo un Homero Simpson, sí, trasmutado a cuervo:

“Y el Cuervo nunca emprendió el vuelo.
Aún sigue posado, aún sigue posado
en el pálido busto de Palas.
en el dintel de la puerta de mi cuarto.
Y sus ojos tienen la apariencia
de los de un demonio que está soñando.
Y la luz de la lámpara que sobre él se derrama
tiende en el suelo su sombra. Y mi alma,
del fondo de esa sombra que flota sobre el suelo,
no podrá liberarse. ¡Nunca más!”.

4 comentarios:

Mariana Soffer dijo...

Creer en el azar es tener una forma ilusion. Por ende el texto comienza esperanzado.
Las personas que consideran lo opuesto (que todo esta predestinado), a pesar de esto miran paraa cada lado antes de cruzar la calle.

Cada momento de lucides es una pila de interpretaciones superpuestas.
Un solo estado mental con capas de significados harmonicos. De todas formas este momento sigue siendo una experiencia unicamente propia.

LALE dijo...

Solemne.

De todas maneras, no pude menos que reírme al leer "empujé la puerta y entré al Homérico cuarto..."

Diego dijo...

Concuerdo, Mariana, que un momento de lucidez es la confluencia de (demasiadas) interpretaciones. Lo de significados harmónicos, en cambio, no. Justamente de la imposibilidad de establecer una harmonia se trata la cosa.

Diego dijo...

Comparto la risa, Lale, pero más que nada porque me causa gracia que te cause gracia. Jej.