La tarde cerraba su luz. Detrás de la ventana del altillo había todavía un hombre y un mentón titubeante.
Mientras en la planta baja el teléfono insistía, él apuñaba una foto. Alguna vez ella le había dicho que llegado el caso se sintiera libre de rehacer su vida. Pero se lo habría dicho con la amargura de la premonición. Lo sabían: sin matar nadie muere, sin culpa nadie ama.
El oncólogo colgó. Y mientras llamaba nuevamente, la foto caía solitaria sobre el piso de la casa.
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