15 de junio de 2009

Las armas; otro fragmento imponderable.

No sé hasta dónde, pero si sé que las cosas que nos rodean nos constituyen al punto de que es muy legitima la reflexión sobre esas cosas en tanto reflexión de uno mismo.

Las fuerzas que nos componen y los poderes que nos atraviesan nos templan y nos destemplan, y todo el tiempo en pos de una identidad, de un punto de asimiento. Finalmente somos devotos de lo que somos porque lo único que somos es nuestro campo de dominio, es decir, la habilidad ser algo. En la película “El señor de la Guerra”, la esposa del traficante de armas Yuri Orlov (Nicolas Cage), le pregunta por qué hacía lo que hacía, si era por dinero o qué, él responde con una satisfacción íntima “porque lo hago realmente bien”.

Tener una unidad compositiva es lo vital: es estar armado. Y visto así, desarmarse es dejar de ser. Y aquí es donde se vuelve confuso, y pretendo que no lo sea tanto, la identidad (como el armado de uno mismo), y las armas (como delicados instrumentos que ponen en juego la vida, que es el tiempo de nuestra identidad).

“Ya no seré capitán, pero he de comer y beber y dormir como un capitán; esta cosa que soy me hará vivir”. Parolles, personaje de “A buen fin no hay mal principio”, de William Shakespeare.

La frase que acabo de citar, si bien es de Shakespeare, la extraje de “Historia de los ecos de un nombre”, de Borges, donde se produce una indagación ontológica de aquél bíblico “Soy el que soy”. Y la tomé, fundamentalmente, por dos motivos: por la relación entre la identidad y el ejercicio de una disciplina (en ese caso militar) y por la relación entre las armas y su exigencia disciplinaria para darle sentido a su uso, que como supongo, es indispensable para sobrevivirla (el poder de un arma se vuelve en contra rápida y fatalmente).

El concepto de “fragmento imponderable” del cual me sirvo para pensar las formas de la vida (y de construcción de sentido), no es ni más ni menos que una observación de los efectos que producen las relaciones que tenemos con las cosas. Lo que me interesa de esta composición fragmentaria-identataria radica en la preeminencia de algunos de estos fragmentos por sobre otros, en su influencia, en su “pesaje”, en su formación y degradación, sus tiempos. Porque a pesar de estar compuestos por una multitud de fragmentos, hay uno o poco más de uno, a partir del cual figuramos el conflicto entre el ser y el seré (dinámica que nos proyecta y nos lanza apenas, pero furiosamente, en un continuo fluir; es perpetua posibilidad/imposibilidad de destino y destinatario confluidos y negados en una poli-temporalidad. Es sobre el tener la posibilidad de circular y divergir por lugares infinitos y sin embargo, reincidir y plantarse en uno.




En el caso del sentido “arma”, el fragmento pondera dramáticamente porque su poder de sernos comprende la quita misma de vida, la destrucción. El devenir armamento del hombre demanda una absoluta disposición y entrega: aquello que uno podría llegar a ser, tomada un arma, ya no lo será. A cambio recibirá la dicha de ser algo seguro, de tener una unidad compositiva, una habilidad, un sentido: ser el que es. Y así observamos como ese “soy lo que soy” viene a poner en perfecto maridaje a la religión y las armas. Con lo que también podemos suponer que los armados como los religiosos no responden a ninguna ideología ni dogma. En todo caso se valen de ello para dar curso al poder de ser. Poder de ser fortísimo, claro: no pocos se alinean detrás de religiones y ejércitos.

“Madre de dios, ruega por nosotros pecadores, y permite que nuestros disparos sean precisos y destruyan esos corazones malditos, y que dios reciba sus almas y las envíe nuevamente a la tierra donde podemos volver a matarlas. Amén”. Rezo del B.O.P.E (Batallón de Operaciones Especiales de la Policía Militarizada de Río de Janeiro)

Pero ya sabemos que dios está también del otro lado: “mas morro do Dende também é terra de deus”, dice el potente rap de las armas, parte de la banda de sonido de la película sobre el B.O.P.E, Tropa de Elite.

La elección del tema y el tratamiento que hago es en pos de una observación personal: comparto con Parolles el abandono de ciertas costumbres pero no el abandono de los poderes que las conformaron. Las armas siguen conmigo aún habiendo abandonado la relación física con ellas. Sin embargo, a diferencia de Parolles, yo dudo sobre seguir manteniendo (y sobre la posibilidad de cambiar llegado el caso) aquello que estoy, en parte, siendo. Porque en definitiva, desarmarme (hoy por hoy del sentido del arma), es perder mis armas, comprometer mi unidad.

Días atrás, durante una cena, mi padre me contaba de una vez que había sido llamado de urgencia al cuartel. Me decía que al llegar se había encontrado con un compañero llorando compungidamente. Le preguntó qué le pasaba y este le contestó que estaba desesperado, que temía por el futuro y por su familia. Mi padre le dijo que eso no importaba nada, que ellos eran militares y que lo único que debía preocuparles en ese momento era conseguir un fusil.

"De ese modo, para ser un guerrero un hombre debe estar, antes que nada y con justa razón, terriblemente consciente de su propia muerte. Pero preocuparse por la muerte forzaría a cualquiera de nosotros a enfocar su propia persona, y eso es debilitante. De modo que lo otro que uno necesita para ser guerrero es el desapego. La idea de la muerte inminente, en vez de convertirse en obsesión, se convierte en indiferencia”.

“El espíritu de un guerrero no está engranado para la entrega y la queja, ni está engranado para ganar o perder. El espíritu de un guerrero sólo está engranado para la lucha, y cada lucha es la última batalla del guerrero sobre la tierra. De allí que el resultado le importa muy poco”. Palabras de Don Juan, indio Yaqui. Extraído de “Una realidad aparte” de Carlos Castaneda.





Aproximadamente a los diez años yo había disparado, accidentalmente, una 11.25. El estruendo y la sacudida recibida en ese instante dejaron en mi mente y cuerpo una marca de poder inigualable. De dos cosas me di cuenta en ese entonces: una, que luego de haber disparado no tuve miedo, y que esa reacción hubo de estrechar el vínculo entre el arma y yo. Y la otra cosa, que habiendo meditado la razón del accidente había comprendido que el arma era propia, y que no debía mostrarse ni prestarse. Y esa especie de máxima auto brindada me dio, de ahí en más, la seguridad de estar empezando a manejar un poder/saber.

“Ahora sé lo que siente dios cuando tiene un arma, dice un peligroso Homero Simpson en un elocuente capítulo sobre las armas; así yo: ser dios, ser lo que se es. Tener una unidad compositiva. Ser hábil en algo. Ser ése algo que tiene el poder máxime: el poder de ser y dejar de ser; destino y destinatario confluidos hasta el paroxismo cardíaco. Esa cosa que hace latir lo que se tiene en el pecho. Ese corazón que a cada disparo se sobresalta y también angustia sabiendo que el poder más terrible se acaba de manifestar”. Las armas; otro fragmento imponderable.

Es notable lo falso que puede ser un saber cierto (el peligro está en ignorar esta ambivalencia). Por ejemplo, cuando se nos asegura que luego de quemarnos con leche, lloraremos al ver una vaca. Hago mención del conocido refrán para marcar un punto: porque en mi caso, lejos de evitar las armas y las vacas, me sumergí aún más en ese mundo. Me fui, incluso, hacia la práctica deportiva. Pero lo cierto es que no me conformó. Porque si bien estaba en uso el mismo elemento físico (el fúsil, la carabina, la pistola), el sentido era otro. Por tanto yo sentía que no estaba usando un arma (ni relacionándome con su poder). En el ámbito competitivo se diluía el sentido con que la comprendía.

Mientras tanto, yo seguía profundizando mi relación con el sentido simbólico y primero del arma (el que comprende la vida y la muerte) jugando al “poliladron” con armas de verdad (pero desactivadas: Browning, Colt .38, Smith & Wesson .32, etc). Sin duda esta costumbre había contribuido a provocar el accidente, pero al mismo tiempo contribuyó a quitarle dramatismo (el juego prepara). Porque a pesar del sobresalto, en aquel entonces, reitero, no tuve miedo. Es más, tuve la mente fría como para borrar las huellas de lo ocurrido. Porque luego de haberla disparado trabajé meticulosamente en ocultarlo todo: apenas pude dejar de disparar (la 45 es automática, y la misma fuerza de retroceso del arma -momento de recarga- provocaba que volviera a presionar el gatillo sin quererlo), la solté sobre la cama. Luego abrí las ventanas para ventilar pólvora y revoque. Recogí las vainas servidas y busqué los lugares de impacto (uno en la pared y dos en el piso). Los tapé y los reparé (antes extraje los plomos) usando útiles escolares (un Jovi color marrón, madera balsa, papel, etc). Finalmente saqué el cargador y la bala que quedaba en la recámara. Repuse la munición usada y limpié el arma cuidadosamente para eliminar la grasitud (que opaca el lustroso pavonado negro) que evidencia la manipulación.

Hoy, con la distancia del tiempo y la cercanía de ese quién todavía soy, me indago sobre las consecuencias de haber jugado y no desarrollado (comprometerme plenamente) un poder así. Entre otras cosas, creo que al haberme iniciado tan bruscamente, la 45 dejó en mí una impresión de impacto, de choque, que me provocó una noción particular de la muerte, o mejor dicho, del matar. Yo no puedo evaluar un asesinato (pienso en la pena de muerte, por ejemplo) porque no puedo sustentar en una consideración moral previa una respuesta (social o personal) de este tipo. Para mí, el matar es incuestionable: se mata o no, y esto solo en el contexto de la inminencia de la muerte propia. Comprendo el matar como una reacción refleja, lejos, muy lejos de ejecutarse a consecuencia de una evaluación (y no estoy hablando de emoción violenta, puesto que los tiempos de estas reacciones, si bien son correlativos, no son necesariamente inmediatos). El uso de la duda (como método de iluminación y discernimiento) aquí no es razonable, sino justamente lo contrario. Es irracional pensar en matar. La muerte no se piensa a sí misma, y lo digo porque al roce experiencial con la muerte (en otro caso, no en este) uno puede sentir la profunda indiferencia que supondría morirse. Y en esa equivalencia el sentimiento de la muerte se abisma. Uno mismo se abisma y es parte de un remolino. Y el asesinato puede producirse o no. Pero nada cambia con eso.

“Eso era la guerra: la vida para unos, para los otros la crueldad del asesinato. Permanecía, sin embargo, del momento en que el fusilamiento no era más que una espera, el sentimiento de ligereza que yo no sabría traducir: ¿liberado de la vida? ¿el infinito que se abre? Ni felicidad, ni infelicidad. Ni la ausencia de temor, y quizás ya el paso (no) más allá [le pas au-delá]. Yo sé, imagino que este sentimiento inanalizable cambió lo que le quedaba de existencia. Como si la muerte fuera de él no pudiese desde entonces más que chocar con la muerte en él. “Estoy vivo. No, estás muerto”. El instante de mi muerte. Maurice Blanchot.

En general la excusa otorgada para validar el acto asesino no tiene nada que ver con el matar, que tiene por solo sentido el poder matar (el poder ser), sino que es algo lateral, como la venganza, que no es propia, sino ajena, porque siempre está volcada hacia un otro. En cambio el asesinato indudable está enfocado en uno mismo; la muerte desbarranca por su abismo. Es un efecto de sí misma. Nada concluyente.

Para seguir por otra línea de este entramado, debo decir que colabora con la producción de accidentes y de violencia sin sentido, un discurso del guerrero muy peligroso, y al cual llamo infanto-poético. En esta acepción, el guerrero es comprendido como un virtuoso y heroico ser. Y nada más falso. Es terrible ser un guerrero. Y no solo porque siéndolo se vive para una sola cosa (entrega absoluta). Sino porque en su mala interpretación (la infanto-poética) se oculta una concepción peligrosa del mundo: la que lo presenta como un lugar peligroso y destructivo, una amenaza permanente para la vida. Y como la relación entre individuo y contexto es de mutua influencia, concebir un mundo peligroso es hacerlo peligroso. Y de esta forma alterada del guerrero, de la pervertida relación con el poder del armarse, surge lo indeseable. La construcción paradójica de un destino azaroso. Lo trágico. El sentir el poder de ser uno mismo artífice del destino (por estar armado) y de ir ciegamente hacia lo imprevisible (por falta de disciplina y por temer la muerte), que es la producción de lo accidental.

Concebir el ser guerrero de manera tan trivial, hace que se juegue con una forma de existencia que, de no llevarse con la disciplina necesaria, puede traer muchos problemas. Reducir la vida guerrera a una metáfora es muy dañino, porque la parte comprometida del asunto, la de mantener una línea de conducta rígida (y que tiene un fin en sí misma), no se lleva a cabo. Solo se toman algunos elementos. Y la mayor de las veces solo se hace por ostentación cosmética. Se usa al arma como símbolo del arma. Y esa estructura simbólica, vaciada de sentido, termina produciendo efectos de violencia estúpida, es decir, la violencia sin sentido: el accidente, lo accidental, lo que escapa al propio dominio. Y sobre lo cual, siguiendo con la mirada infanto-poética que lo provocó, se lo interpreta o, como hecho de una voluntad divina (lo inexplicable), o como la prueba irrefutable de lo peligroso que es el vivir (lo explicable). Ambas interpretaciones desligan al sufriente de su compromiso o responsabilidad con el sufrir, lo que, al mismo tiempo, le provoca el sentimiento trágico.




Esta apropiación infantil del guerrero, en tanto imitación de un mundo adulto (definido por la responsabilidad de los actos, que no es ni más ni menos que la conciencia de los efectos-consecuencias), no contempla la posibilidad de que el símbolo (vacío de sentido) se manifieste in-acto. Y es que el símbolo no es una nimiedad. La falta de pleno sentido no evita la plena consecuencia. Porque el símbolo igualmente enviste al cuerpo que lo usa, y lo pone/compone en/de las mismas relaciones de poder que si tuviese sentido. Y ese cuerpo (biológico y/u organizacional) responde por sí mismo si nada lo contiene (el sentido es un contenedor). Por ejemplo, el caso de la persona que se compra un perro con el sentido de un arma, pero que solo toma su poder simbólico. Esa persona jamás llegará a tener conciencia de que ese animal ya no será tan perro como arma. Las consecuencias de portar un can como arma y de no disciplinarse en ello, pueden ser muy graves. Gradin Temple, en su libro “Interpretar a los animales”, cita a los Monjes de New Skete, célebres adiestradores de perros. Ellos aseguran que poseer un animal que ha sido alentado en su agresividad, es el equivalente a tener un arma sin seguro. Está claro, un arma y su tenencia indisciplinada, desemboca en tragedia: provoca aquello que se desea evitar.

La falta de sentido completo, es decir, la asunción de una completa responsabilidad, desemboca en la violencia sin sentido, que, repito, es la accidental, la que se presenta inevitable, y la que, tarde, se presume como evitable.

También tenemos la aplicación de estas relaciones de poder a nivel empresarial. No es raro ver a los pichones de ejecutivos, lo mismo que sus pares ya pajarones, usando la metáfora del guerrero aplicada al mundo de los negocios. Se replica, también en este caso, la visión negra del mundo, aquella que también lo crea cual profecía autocumplida. Cito un ejemplo rayano en la estupidez: “esto ya es realizado con éxito por dos ex capitanes del B.O.P.E, Paulo Storani y Rodrigo Pimentel -uno de los guionistas de Tropa de Elite-, que atienden pedidos de varias empresas privadas. Storani, junto a un socio agente de marketing, daba conferencias para vendedores de la aseguradora Unibanco AIG bajo el título “Construyendo una Tropa de Elite”. El inicio estaba marcado por el grito “¡Calavera!’, típico saludo del batallón”. La verdad es que tengo ganas de gritarles: “¡pero ustedes van a la oficina, no a la guerra, gansos!”.




Hace poco leía “cualquier cosa bien empuñada es un arma”. Parece simple, pero esa frase sugiere que dos cosas bien complejas deben darse para que un arma exista: Técnica y Sentido. Sobre esto se puede referenciar al campesinado Okinawense, quien tras la prohibición Feudal de usar armas, tomó sus instrumentos y herramientas de trabajo y las convirtió en letal armamento. Un ejemplo es el palo que se ponían sobre sus hombros para colgar de cada punta baldes. Esa simple herramienta agrícola se convirtió en el conocido BO. De esta forma se fue dando origen al Kobudo y proveyendo de armas al Karate.

Todas estas consideraciones sobre el armado y formado del ser pivotan sobre la cuestión identataria, la cual define la noción de individuo, la cual gravita (y cede a la misma fuerza de atracción que los planetas) en torno a la otredad. Hay una frase de Woody Allen que pone en relieve esta resignación a la fuerza: “No lamento sino una cosa en la vida: no ser otro”. Y tiempo después creó a su camaleónico personaje, Zelig. Pero esta lamentación que se hace, si bien es afirmativa (en tanto afirma un yo), guarda la angustia (y por eso se presenta en términos de una lamentación) de que en verdad, tal vez ya no sea él quién enuncia tal cosa. Porque desconocer la otredad (simplemente por no ser ella) sin saber cuál es el límite que nos separa, es reconocer, al mismo tiempo, que hay puntos de contacto, de comunicación y transferencia. Esta interrelación que nos construye, y todo el campo hodológico, posibilitan la construcción de códigos en común, de un lenguaje. Es decir, la otredad habla nuestra misma lengua, o es muda e inaccesible, por tanto incognoscible. El problema de reconocer vasos comunicantes y lenguaje común es que irremediablemente surge la sospecha de que ya no es uno mismo quien se expresa, sino el otro a nuestro través. Esto es también lo que definimos como “lugar común” (construcción de sentido que detestan los más temerosos egos de nuestra especie). Finalmente, la frase de Woody Allen ya no es de él ni del otro. Es un poder indefinido que circula y que puede materializarse bajo cualquier estructura gramatical y sintáctica (incluso prescindir de esto y ser solo el álgido gesto). Otra expresión de esta angustiosa voz anónima la leemos en “La doctrina de los ciclos”, de Borges: “Si mi carne humana asimila carne brutal de ovejas, ¿quién impedirá que la mente humana asimile estados mentales humanos”.

“Con mucha frecuencia, la condición mestiza es dolorosa. Uno se aleja de lo que era, abandona lo que tenía. Hay que romper con la lógica triunfalista del poseer que siempre supone domésticos, pensionistas, guardias, pero sobre todo, propietarios. Esta arrogancia de la propiedad, de la apropiación y la pertenencia, que trae aparejado un sentimiento de plenitud (el estado del sujeto a quien nada le falta), ese sentimiento de poseer una identidad de algún modo saciada y que no puede conducir más que a la ilusión de representaciones claras y definitivas son el opuesto exacto de la inestabilidad y el desequilibrio mestizos, que son experiencias del desgarramiento y del conflicto, y en modo alguno un estado satisfecho de sabiduría o beatitud en el que se encontraría el descanso”. F. Laplantine y A. Nous. Mestizajes.

Hasta aquí llego. Estoy cansado de pensar esto. Es cierto. Pero sin embargo, el mismo fragmento imponderable que las armas me son, me impide abandonar. Fuerza tremenda, orgullo de ser quien soy y mandato guerrero: las armas no se deponen. Otra forma de la perseverancia Spinoziana del ser. Un último esfuerzo. Abandonar el juicio.

“No tenemos por qué juzgar los demás existentes, sino sentir si nos convienen o no nos convienen, es decir, si nos aportan fuerzas o bien nos remiten a las miserias de la guerra, a las pobrezas del sueño, a los rigores de la organización. Como ya dijera Spinoza, se trata de un problema de amor y de odio, no de juicio”. Para acabar de una vez con el juicio, Crítica y clínica, Deleuze.

Deleuze nos habla de conveniencia. De una conveniencia que debería sustituir al juicio. ¿Pero es posible acabar con el juicio o, al menos, suspenderlo? En ese mismo texto nos dice: “Lo trágico no es tanto la acción como el juicio, y la tragedia griega instaura primero un tribunal”. Y también: “Lo que Nietzsche supo poner de manifiesto es la condición del juicio: la conciencia de tener una deuda para con la divinidad”. Digo entonces, ¿y si esa divinidad es uno? Sostengo y reitero (aunque me gustaría que así no fuera): soy el que soy. Y si tengo una deuda es conmigo mismo. Y es, lógicamente, impagable. ¿Cómo, entonces, no estar sometido a sí mismo?

“Un día, Tao-shin interrogó a Seng-thsan sobre los secretos de la liberación. “¿Quién te somete?”, le preguntó el sabio. “Nadie me somete”, respondió Tao-shin. “En ese caso, ¿por qué buscas la liberación?” objetó una vez más Seng-thsan. Fue entonces, se afirma, cuando Tao-shin logró el despertar”.

Si hay una razón por la cual abandoné mi relación física con las armas, es la del despertar. Pues la muerte es otra metáfora del despertar, otra gramática inducida por la misma fuerza. Otra forma de la esperanza, como el suicidio.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

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Diego dijo...

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