16 de marzo de 2011

De la ruta.

Por motivos que vendrían al caso comentar, pero que sin embargo no comentare ya que voy a utilizar oportunamente la siempre inoportuna frase “por motivos que no vienen al caso comentar”, diré solamente que por la ruta iba solo.

Diré también que la ruta, que siempre es precisa, tiene la facultad de despertarme pensamientos imprecisos. Pensamientos que intentan despabilarse por la somnolencia que me causa su constante horizonte; y la inmortalidad del movimiento, claro. Esos pensamientos, viciados por la cerrazón del habitáculo, que podría ser el del auto, pero que ninguna ventanilla refresca, y que por eso son del cochecito cerebral, se amontonan como no lo hace el tránsito, que por la infinita extensión de la ruta, se ha estirado tanto pero tanto, que nuestros vehículos son los puntos más distantes entre nosotros, que jamás llegaremos: verdaderamente al encuentro: y a un final:

“(…) cuando uno siente la angustia de no estar colocado en ningún lugar de este mundo y se jura colocarse en alguno; cuando uno sueña llamar la atención de los demás algún día y siente cierta tristeza y rencor porque ahora no la llama; cuando se pone histérico y sueña un porvenir que le adormece la piel de la cabeza y le insensibiliza el pelo; y que jamás lo confesaría a nadie porque se ve a sí mismo demasiado bien y es el secreto más retenido del que tiene algún pudor; porque tal vez sea lo más profundo del sentido estético de la vida; porque cuando no se sabe de lo que se es capaz, tampoco se sabe si su sueño es vanidad u orgullo.” Por los tiempos de Clemente Colling, Felisberto Hernández.

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