13 de marzo de 2012

El refugiado.

Uno crece y va dejando de caber en lugares para esconderse. Y en estos momentos, donde la amenaza es más sombría (solo por volverse indefinida), quisiera dejar de tener este tamaño específico para poder no caber y quedar a la intemperie de lo que fuera que fuese el afuera. Y una vez allí, dejarme gobernar por ese miedo nervioso que pone al cuerpo en éxtasis y listo para responder de manera corporalmente ancestral (ajena). Las ganas, un poco, son las mismas que ponen al suicida en situación de quererse revelador (ese quererse es el último rastro de amor y por eso lo sigue ciegamente); porque aquí sucede lo mismo, se busca el fin del velo que ensombrece. La infancia es un velo, como la patria (sí, aludo a Rilke), como todo pater: patrono, defensor o protector (si hacemos caso a su etimología). Pero justamente lo que yo quiero es no hacer caso. Si hiciese caso, seguiría escondido de no otra cosa que mí mismo (de quién se pregunta el qué). Porque el refugio y el refugiado es la misma cosa. Y esta cosa que soy, orgánica y como tal dinámica, ha empezado a moverse. En verdad a convulsionarse. Y sin piedad de sí. Porque se sabe tanto autodestructiva como autogenerativa. Así, su moverse se constituye como una declaración de independencia. Independencia fatal pero inevitable: y así saludable: porque es vital todo lanzamiento (volverse lanzamiento) a lo indefinido (dejarse indefinido).

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