9 de abril de 2012

Neurosis ad hominen.

No me digan nada. Yo no sé si es lo correcto decirles cuánto puedo detestar que me digan algo. Sobre todo si ese algo es algún tipo de orientación. No es que me agrade estar perdido; me disgusta que me sugieran que lo estoy. ¿Cómo puede perderse alguien en este mundo? ¿Cómo es posible estar equivocado en algo?
En general me agrada todo aquello que dista de la pedantería: ese horizonte maléfico que define todo territorio personal; el territorialismo del saber decir. La humildad también me pica, y es un punto ciego (ya que es el último reducto del ego).

Ayer veía un programa de televisión donde se hablaba (se hablaba) sobre aquello que podría ser la Lectura pero, al mismo tiempo, no se hablaba de libros. Los presentes también intentaban evitar toda autorreferencialidad como si en ello anidara algo malo; y sí, anidan ellos, sus tibios egos, al calor de la humildad: lo que tomaba forma en el discurso era el tabú del ser individuo en un mundo perdido por los buenos modales. Era un concilio, y como tal, se medían en fórmulas de cortesía. ¿Qué temor los hermanaba? El temor al infierno, cualquiera sea éste. Porque más allá de todo, para ellos, el libro lo era todo; incluso hubo quien exorcizó rápidamente la tentación del mal y postuló una posible vida sin ellos.

Todos mentían.

Yo leo. Y cada vez quiero decir algo menos. Y eso es una especie de restricción venida de un prejuicio mayúsculo: el error, la posibilidad del error que subyace en todo libro, en todo autor. Mi infierno no es único y está poblado de lo que creo son ustedes. Y así me paro al lado de Sartre, a quien ahora se me antoja llamarlo rata, rata inmunda. ¿O acaso podría tratarse de otra forma que no sea endemoniada, esa dulce tentación de quienes dicen algo verdadero?




Por mi lado jamás voy dejar de temerles. Cada recomendación de lectura que me hagan será tomada como una declaración de guerra. Yo leeré y oportunamente haré algo para salvar mi vida. Quizá nos hagamos amigos y podamos atacarnos sin tristeza, sin la maledicencia del buen trato. Quizá podamos hasta reír, que es lo único verdaderamente ajeno a nuestra humanidad, nuestra forma de aullarle a la luna.

Y juntemos las manos para rezarle a Seymour Glass, quien murió para que nosotros no debamos hacerlo.

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