El lenguaje es como una lupa: a su través
pretendemos ver las cosas mejor, pero la operación nos confunde y gana la
supremacía de la exageración.
Lo recién dicho constituye un ejemplo; sin embargo
creo profundamente en el lenguaje. Le creo su voluptuosidad, su continuo
desbordar de bocas, la sutileza con que conquista al pensamiento: la manera en
que envuelve desde adentro los impulsos eléctricos para crear axones: esa
minúscula porción de cuerpo que contiene el más astronómico de los misterios,
que guarda la misma razón de ser que una explosión solar: las palabras como
radiación, irradiación de quien las dice, autor de una forma espacial y
especial de su continuo expandir.
Desde el big bang del decir mamá, con esa eme primigenia
de vibración interna, de temblores gástricos y movimientos intestinales; la
leche que baja por el cogote y pone en marcha un grupo de órganos, carnes que comienzan
a decir y a reclamar su lugar; y la succión desesperada y rítmica del pezón
para que, por ejemplo, un riñón haga lo suyo.
Del crecimiento del niño, de su desorganizado
palabrerío, hasta la asimilación del epitafio: palabras de otros a
quienes (ya) les corresponde la muerte. Muerte que, en sus propias palabras,
jamás les llegará.
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