28 de noviembre de 2012

Noctilucas.

De noche, creo que le pasa a todo el mundo, aunque no lo hablé con nadie, mi mente muestra sus fosforescencias. Durante el día el trajín me tiene ocupado y no podría decir qué es lo que pienso, supongo que nada interesante, pero de noche, justo cuando me acuesto y la marea mental se aquieta, empiezo a tener estímulos que me hacen pensar que puedo pensarlo todo; el todo. Me explico: para cualquier tema que quiera pensar, ese momento es óptimo. No quiero decir que lo piense bien, para nada, simplemente quiero decir que puedo, que me sale, digamos, un fraseado particular. Si no fuera que soy muy riguroso con mis horas de sueño, me levantaría a tomar notas. Pero lo cierto es que no lo hago. Y no importa.

Si mi oficio fuera el de escritor, sin duda las madrugadas me encontrarían escribiendo. Pero como soy oficinista y deportista, las madrugadas me encuentran descansando o, a lo sumo, haciendo un breve paréntesis para tomar jugo y comer algunas pasas de uva: un hábito que me despierta a las dos de la mañana.

Lo que siento en esos momentos previos al dormirme es, además de un enorme espacio mental, una presencia del espíritu: lo contrario al enajenamiento de las horas diurnas, donde soy de manera poco clara un eco de las relaciones que tengo. Siento, decía, una presencia del espíritu, una presencia de mi para conmigo: un espejo de orden metafísico (y no me refiero al usual carácter metafísico que suele dársele al espejo): estoy realmente frente a mi. Todos los componentes que me estructuran y organizan como humano y viviente están ahí, esperando la inconciencia para darse a la fuga, o para volver, no sé. ¿Hacia dónde o desde dónde?: un misterio; lo único que sé es que al despertar estoy reparado y calmado: sin ansiedades. ¡Qué maravilla el sueño reparador!

 

Durante una de estas noches profundas tuve un, llamémosle, sueño. Soñé que mi padre moría y venía, también mientras yo dormía, a darme aviso de su muerte y a, sabiendo de mi curiosidad, informarme sobre el acontecimiento del morir. Me venía a confirmar un presentir mío sobre esto de andar muriéndose. Detallo: se me aparece y sin emotividad alguna me dice que ha muerto. Yo le respondo que no, que está vivo, que lo estoy viendo, pero el insiste, sin insistencia, que no, que ya no es él, y yo me doy cuenta de que tiene razón, me doy cuenta porque en sus ojos veo mi melancolía; el último rastro de nuestro vínculo. En ese instante me recorre una sensación de apremio por todo el cuerpo y me entrego, sin tiempo para lamentos ni emociones, a lo que vino a mostrarme: su morir, el morir:

él está viendo la tele en su sillón, luego de haber cenado. Siente un cosquilleo en el pecho y las voces de la televisión se vuelven estridentes e incomprensibles, ahí pasa a verse a él mismo, desde afuera, como si fuese otra persona. Se ve agarrándose el pecho con gesto de dolor, apenas siente empatía con el que está allí, pero aún se reconoce muriendo. Al mismo tiempo, repito, al mismo tiempo, sufre un nuevo desdoblamiento y se ve viéndose morir, pero esta vez con menos reconocimiento de sí. Luego sufre otro desdoblamiento y en este último ya se percibe casi como un extraño. Es en ese estado de identidad degradada es que me visita.

Una vez que me compartió la experiencia le di las gracias más sentidas que jamás di; porque, de manera excepcional, me había compartido el momento más íntimo de la vida: el crack hacia la existencia impávida y el porvenir ad infinitum.




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