Si mi oficio fuera el de escritor, sin duda las
madrugadas me encontrarían escribiendo. Pero como soy oficinista y deportista,
las madrugadas me encuentran descansando o, a lo sumo, haciendo un breve paréntesis
para tomar jugo y comer algunas pasas de uva: un hábito que me despierta a las
dos de la mañana.
Lo que siento en esos momentos previos al dormirme
es, además de un enorme espacio mental, una presencia del espíritu: lo
contrario al enajenamiento de las horas diurnas, donde soy de manera poco clara
un eco de las relaciones que tengo. Siento, decía, una presencia del espíritu,
una presencia de mi para conmigo: un espejo de orden metafísico (y no me
refiero al usual carácter metafísico que suele dársele al espejo): estoy
realmente frente a mi. Todos los componentes que me estructuran y organizan
como humano y viviente están ahí, esperando la inconciencia para darse a la
fuga, o para volver, no sé. ¿Hacia dónde o desde dónde?: un misterio; lo único
que sé es que al despertar estoy reparado y calmado: sin ansiedades. ¡Qué
maravilla el sueño reparador!
Durante una de estas noches profundas tuve un, llamémosle, sueño. Soñé que mi padre moría y venía, también mientras yo dormía, a darme aviso de su muerte y a, sabiendo de mi curiosidad, informarme sobre el acontecimiento del morir. Me venía a confirmar un presentir mío sobre esto de andar muriéndose. Detallo: se me aparece y sin emotividad alguna me dice que ha muerto. Yo le respondo que no, que está vivo, que lo estoy viendo, pero el insiste, sin insistencia, que no, que ya no es él, y yo me doy cuenta de que tiene razón, me doy cuenta porque en sus ojos veo mi melancolía; el último rastro de nuestro vínculo. En ese instante me recorre una sensación de apremio por todo el cuerpo y me entrego, sin tiempo para lamentos ni emociones, a lo que vino a mostrarme: su morir, el morir:
él está viendo la tele en su sillón, luego de haber
cenado. Siente un cosquilleo en el pecho y las voces de la televisión se
vuelven estridentes e incomprensibles, ahí pasa a verse a él mismo, desde
afuera, como si fuese otra persona. Se ve agarrándose el pecho con gesto de
dolor, apenas siente empatía con el que está allí, pero aún se reconoce
muriendo. Al mismo tiempo, repito, al mismo tiempo, sufre un nuevo
desdoblamiento y se ve viéndose morir, pero esta vez con menos reconocimiento
de sí. Luego sufre otro desdoblamiento y en este último ya se percibe casi como
un extraño. Es en ese estado de identidad degradada es que me visita.
Una vez que me compartió la experiencia le di las
gracias más sentidas que jamás di; porque, de manera excepcional, me había compartido
el momento más íntimo de la vida: el crack hacia la existencia impávida y el
porvenir ad infinitum.
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