La noche se había ocultado en toda su negrura. No la
vi, no la viví, la pasé de largo; aunque no. Al alba fui tomado por la peor
nocturnidad, esa que al asomar la primera claridad, se va a alojar a la
conciencia.
Malo, muy malo. La noche así, adentro de uno (como
reverso del tiempo), vuelve a la materia inestable: las emociones se inquietan
y los pensamientos no cristalizan. No se puede concluir nada. Pensar, lo que se
dice pensar, que es siempre terminar de pensar, eso yo no podía hacerlo. Yo,
definitivamente, no era quien algo hacía. Era la noche quien me pensaba desde
una mente no humana.
(La noche absorbe.
El día expulsa).
Me mortificaba un sentimiento de culpa por haberme
dejado estar, por incumplir con ese deber patrón que es el deber hacer algo con
el tiempo. Sí, mi patrón es el tiempo. Y por alguna razón que desconozco,
produzco constantemente células temporales (¿ansiedad?). El problema es que si
uno no uso las células que creo, estas no mueren por si solas. Las células
temporales no son como las células comunes que tienen su apoptosis. Si no se usan,
no mueren, y si no mueren, el que muere es uno.
(Tiempo muerto
es el tiempo que se tiene).
Hacer algo es inhibir la proliferación temporal
descontrolada. No hacer nada, es darle al tiempo plena libertad para
desparramar su lógica cancerígena. Si voy corriendo a decirte que te amo, es
metástasis.
La noche, esa noche, es aún mortalmente eterna. Escribo
para recuperar lo irrecuperable y morir en paz. No creo, por pura prepotencia
espiritual, en el tiempo perdido. Ahora estoy yendo, a lomo de lenguaje, a esa
misma noche que sigue presente en mí (perdón, me resulta imposible poner
coherencia en los tiempos verbales porque el tiempo no es verbo, mientras que
el verbo si es tiempo, aunque tiempo fragmentado, violentado en su
multiplicidad. Entiendo que la construcción es caótica y desesperada y espero
que por eso mismo sea útil: tengo que utilizar mis células ya).
Estoy esforzándome por retornar del no haber sido
usando la herramienta póstuma del contarlo. Esta es mi hipótesis del lenguaje
como supervivencia: cargar al tiempo de sentido hasta hacerlo acabar:
Apenas pasada la medianoche me senté
frente a la computadora y comencé a amasar lo que sería, horas después, un
orgasmo explosivo, nervioso y prolongado (y lo que sería hoy, de tener éxito
con este procedimiento, el finalizar de aquella noche).
La técnica es simple: ver mucha
pornografía y suspender el orgasmo cada vez que asoma; hay que dejar que el
semen llegue hasta al borde de la uretra y luego parar de golpe hasta que baje
nuevamente al abismo ardiente de las bolas. Esto hay que repetirlo varias veces
durante horas. El resultado son las bolas más enojadas del universo. Bolas que,
para nuestra más acabada y perfecta satisfacción, terminan escupiendo su más profundo
odio sobre toda nuestra perversión: arder,
hasta prender fuego al tiempo.
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