No recuerdo cuándo fue la última vez que el corazón me latió
enfermo. Había días en que cualquier cosa hacía que ese músculo se pusiera loco
y me golpeara el pecho. Tenía los nervios como papel de arroz. Hay veces que la
vida queda muy expuesta y que no es muy difícil que un disparo la apague de
golpe (mi mujer me prohibió el suicidio y en su memoria lo postergo). Los
golpes son todo en la vida. Golpes para entrar, golpes para salir. Ellos son el
límite, la onda expansiva de todo lo que explota o implosiona. Todo el tiempo
están sucediendo esas cosas. Todo pega. Cuando los nervios están bien, cuando
las terminales nerviosos perciben no más de lo soportable, entonces no pasa
mucho. Pero cuando no pasa eso, entonces el universo se vuelve desagradable.
Una estrella ya no es un punto hermoso en el cielo de una noche cualquiera, es
una fuerza delirante que irradia una información muy potente que dice que la
muerte y la vida no son en absoluto importantes. Y cuando yo creo que SI lo
son, ahí es cuando los nervios se me ponen como papel de arroz. Ahí es cuando
busco en el fondo del armario, cuando corro la ropa vieja y cuando estiro los
brazos para agarrar la caja de zapatos que no contiene zapatos, sino una
implacable cantidad de fotos familiares. La mayoría de esas fotos corresponden
a vidas ya extintas (a personas muertas/a momentos muertos). He pasado noches
enteras sentado en el patio, metiéndome en ellas. Salía porque así me exponía
mejor a la noche y sus luces. Era como un diálogo. Toda la vía láctea me decía
una cosa y yo, atrincherado desde esa caja de fotos, le decía otra. Y existía
un momento en que ambas emisiones de energía dejaban de diferir para vibrar en
sincronía. Eso se producía en el punto en que los ojos se me ponían vidriosos y
en el que yo evitaba a toda costa pestañear. En ese momento levantaba la cabeza
y miraba hacia las estrellas, las miraba a través de esa película de agua
salitrosa y veía como todo temblaba dentro de mis ojos. Veía a mis pestañas
conteniendo toda esa masa de agua. Eran un dique de lo más extraño. Entre cada
pestaña había una esfera de agua a punto de estallar. Esa tensión hacía que
todo temblase. Incluso esas estrellas que estaban a millones de años luz, quien
sabe ya muertas pero aún vivas en este lugar, llegándome su luz (como las fotos
-sí, es necesario decirlo), su potente información, haciendo de la potencia
misma la única realidad. En ese punto sincronizábamos y lo que era muerte y
vida en pura contradicción, se volvía la una sola cosa. La una sola cosa. Y
después de eso y durante mucho tiempo el corazón se me quedaba en el lugar. Y
todavía sigue acá, postergando, precipitándose a su ritmo.
23 de agosto de 2016
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