23 de agosto de 2016

Luces en el fondo del armario.

No recuerdo cuándo fue la última vez que el corazón me latió enfermo. Había días en que cualquier cosa hacía que ese músculo se pusiera loco y me golpeara el pecho. Tenía los nervios como papel de arroz. Hay veces que la vida queda muy expuesta y que no es muy difícil que un disparo la apague de golpe (mi mujer me prohibió el suicidio y en su memoria lo postergo). Los golpes son todo en la vida. Golpes para entrar, golpes para salir. Ellos son el límite, la onda expansiva de todo lo que explota o implosiona. Todo el tiempo están sucediendo esas cosas. Todo pega. Cuando los nervios están bien, cuando las terminales nerviosos perciben no más de lo soportable, entonces no pasa mucho. Pero cuando no pasa eso, entonces el universo se vuelve desagradable. Una estrella ya no es un punto hermoso en el cielo de una noche cualquiera, es una fuerza delirante que irradia una información muy potente que dice que la muerte y la vida no son en absoluto importantes. Y cuando yo creo que SI lo son, ahí es cuando los nervios se me ponen como papel de arroz. Ahí es cuando busco en el fondo del armario, cuando corro la ropa vieja y cuando estiro los brazos para agarrar la caja de zapatos que no contiene zapatos, sino una implacable cantidad de fotos familiares. La mayoría de esas fotos corresponden a vidas ya extintas (a personas muertas/a momentos muertos). He pasado noches enteras sentado en el patio, metiéndome en ellas. Salía porque así me exponía mejor a la noche y sus luces. Era como un diálogo. Toda la vía láctea me decía una cosa y yo, atrincherado desde esa caja de fotos, le decía otra. Y existía un momento en que ambas emisiones de energía dejaban de diferir para vibrar en sincronía. Eso se producía en el punto en que los ojos se me ponían vidriosos y en el que yo evitaba a toda costa pestañear. En ese momento levantaba la cabeza y miraba hacia las estrellas, las miraba a través de esa película de agua salitrosa y veía como todo temblaba dentro de mis ojos. Veía a mis pestañas conteniendo toda esa masa de agua. Eran un dique de lo más extraño. Entre cada pestaña había una esfera de agua a punto de estallar. Esa tensión hacía que todo temblase. Incluso esas estrellas que estaban a millones de años luz, quien sabe ya muertas pero aún vivas en este lugar, llegándome su luz (como las fotos -sí, es necesario decirlo), su potente información, haciendo de la potencia misma la única realidad. En ese punto sincronizábamos y lo que era muerte y vida en pura contradicción, se volvía la una sola cosa. La una sola cosa. Y después de eso y durante mucho tiempo el corazón se me quedaba en el lugar. Y todavía sigue acá, postergando, precipitándose a su ritmo.


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