19 de febrero de 2018

El perro y el álamo y la sombra y el sol


Permanentemente fallecido. Así se declaró Raúl, un perro de 16 años que tenía el don de hablar de a ratos. La mayoría de las veces ladraba. Y otras menos aullaba. No cuando las sirenas locas de alguna ambulancia, patrullero o autobomba de bomberos, no, tampoco a la luna, por más redonda que fuera. No, aullaba cuando le dolía algo en el alma. Ese algo tenía que ser enorme, desproporcionadamente enorme, sino el tipo no te soltaba ni un quejido. Era un perro estoico. En verano le gustaba dormir a la sombra de un álamo. La sombra era finita y se movía con más rapidez que su sueño, lo que lo obligaba a levantarse penosamente para acomodarse unos centímetros más allá. Penosamente porque la cadera ya le fallaba y porque la somnolencia le pesaba. Pero esa franja de sombra valía la pena, la amaba. Todo lo que amamos se mueve, parece.
¿Qué era lo que enormemente le dolía? No lo sé. Pero a mí también me dolía. Una vez me dijo “lo lamento mucho”. Le respondí que yo también. Pero me di cuenta de que eso no era cierto, no había dos lamentos, era uno solo y lo compartíamos. Ese día comí de su plato y él del mío. Pero nos dimos cuenta que no hacía falta y luego de eso todo siguió como siempre. El día que se declaró permanentemente fallecido estaba aún vivo. Lo enterré a la sombra del álamo. Pero cuando terminé ya el sol ocupaba su lugar. Pensé en hacer otro pozo al lado y seguir esa sombra. Pero era un plan demencial. Lo correcto (lo sentí desproporcionadamente enorme), era observar ese ciclo de sombra y sol y dejar tranquilamente que excediera mi antojo (y aullar muy de vez en cuando). Ese, parece ser, es el legado de Raúl. Que al día del hoy sigue permanentemente fallecido.


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