Una de las características del pensamiento es procurarse su continuidad, ser la materia de sí mismo; “la materia de mis ensayos -se excusó Montaigne- soy yo mismo”. Esa frase tan representativa del género ensayístico marcó una fisura en la libertad de expresión (por eso se excusó): fue un más allá de la libertad de decir, puso a la palabra mirando hacia dentro. La radicalizó proclamándola personalísima. Antisocial, en un sentido benigno; endógena, visceral, humoral. Matriz de una ética libertaria que hoy sirve a la proliferación tecnológica.
Siendo materia de si mismo, el pensamiento opera infinitamente así: yendo de lo general a lo particular, creando detalle, y, contribuyendo al mismo tiempo, a una expansión de lo general del cual partió. La descomposición es la condición genética del objeto único llamado realidad. Es decir, el pensamiento crea espacio en la medida que observa. Este ad infinitum creador sugiere que se puede crear todo, y que la función se fundamenta en el contexto (y viceversa). La realidad, siempre creada, se valida en el consumo de su función.
La demiurgia hoy es tecnológica. Y con un concepto de creación que sigue el modelo ensayístico, donde lo paranoide y ezquizoide son incluso técnicas operativas, vemos al yo multiplicarse como nunca antes. Sin duda la identidad unplugged se está reformateando constantemente en virtud de los múltiples avatares virtuales que operan aditivamente en nuestra cotidianidad: blogs, redes sociales, juegos online, etc. ¿Cuántos somos y hasta dónde lo somos?
La tecnofilia y la tecnofobia son reacciones polares de la constante emergencia tecnológica. Y entre la dialéctica amor/odio que se mantiene, la tecnología, sucede.
Metiéndome en el medio de la construcción de identidad tecnológica que supone el juego permanente entre tecnófilos y tecnófobos, arriesgo: que las cualidades príncipes que definen ese juego, y por las cuales se desgrana la simbiosis tecnológica, son elementalmente tres:
Discreción.
Transición.
Integración.
La tecnología, para ser un suceso, debe vincular los usos de aquello que se considera natural (lo ya integrado en uno) con aquello que se considera artificial (en camino y/o con pretensión de integrarse). Ese vincular es posible gracias a la capacidad selectiva de la discreción, que procede con la delicadeza y el detalle molecular que todo cuerpo necesita para mutar. Siguiendo esa transición, la simbiosis tecnológica se produce. La integración, finalmente, cambia lo adquirido a la categoría de lo dado.
No hay que olvidar que los sentidos son producto de una educación, y que a toda percepción debemos proveerla de un significado para cristalizarla. Solo con la experimentación de la cosa se llega a una implicación y comprensión completa de ella. La teoría es solo una parte de la construcción.
La tecnología, como el pensamiento del cual proviene, no tiene especificidad. En todo caso, ambos son tributarios de políticas de uso que modelan su operatoria. Y esa modelación jamás es concluyente. El uso y la creación de la tecnología es cada vez más subjetivo y ensayístico. La lucha por abrir códigos, como también el activismo arduino, no deben entenderse como una proclama en pos de una democratización tecnológica. No. La demiurgia no comprende ni un pueblo ni un gobierno. La realidad, cada vez más, es una configuración personalísima, todo un sistema operativo.
5 de agosto de 2008
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4 comentarios:
puta madre, me costó tanto abrir la ventana de comentarios que me olvidé lo que iba a decir (y encima era corto, ando escindida, se ve)
mmm...cada vez sé menos qué cosa es la realidad.
no era esto lo que vine a decir antes, en fin.
Hola Alex, casualmente un próximo posteo será sobre la realidad. Lo estoy pensando todavía.
Beso.
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