6 de octubre de 2009

Voces; un ensayo sobre la mutación.

En la elegancia de una voz ronca, ahí hay, como en un zapato gastado:

testimonio del paso (también del paso del tiempo)
presunción de experiencia (en su valor de promesa de futuro)
calidez de añejamiento (calidad de llevar consigo su origen: traspolación de hogar)

; además, en el efecto de esa temporalidad, subyace la seducción de la ruina, de aquello que, a pesar de todo (el tiempo es nuestra obsesión), subsiste.

Sin embargo, esta mención mía, no es tanto sobre el sonido rasposo como sobre la cualidad propia de toda voz: su fulgor. Su producción allende al silencio.






Rafael me comentó en un par de ocasiones que Marguerite Duras decía escribir con los agujeros de su memoria. Bien, hay quienes también hablan con la voz del silencio; y escucharlos cantar o hablar desde la muda emoción nos genera sympatheia. Son ellos quienes logran producir un cambio haciendo audibles las vibraciones emocionales subsónicas de la vida, tan propias de nuestra fisiología. Consideremos que mutismo viene de mutis, y que mutis viene del verbo mutare.






La potencia de una voz es tanta que, en extremo dúctil, llega a dar sonido a lo impreso. Puede, palabra escrita mediante, mantener la reserva expresiva suficiente para convidar la mutación.

Tener voz propia es tener oídos. Porque así como hay que verse para imaginarse, hay que escucharse para hablar (los sordos de nacimiento no hablan). Bioy tiene su propia voz porque se escucha. Y tiene un rostro porque se ve y se asume:

“En no recuerdo qué oportunidad un fotógrafo me dijo: "Usted no va a creerme, pero hay personas que no asumen la responsabilidad de su cara". Rápidamente resolví, por si acaso, asumir la responsabilidad de la que tengo, no sin preguntarme qué había de cierto en la pomposa formulación, recapacité: si influimos en la evolución de nuestra cara, en alguna medida somos responsables. Lo malo es que también en esa evolución colabora la decrepitud. Tal vez dependa de nosotros que la decrepitud se manifieste más o menos aviesa, imbécil, crapulosa, ávida. Según mi experiencia, un no muy atento observador de su cara se identifica y al fin se conforma con la imagen frontal que le propone el espejo. Los perfiles, cuando los divisa, lo sorprenden, acaso ingratamente, como el timbre de su propia voz, cuando la reproducen artefactos mecánicos”. Yo y mi cara, Bioy Casares.





Hay que mirarse la voz para no ser mecánico y automático, para librarse de las emociones que traen con ella los usos sociales de costumbre; ejemplos: no elevando el tono en una discusión. Quitándole el susurro al chisme. Cambiándole la cadencia a la explicación. Embroncándose sin el entredientes. Entusiasmándose sin aturdir. Libidineando sin sisear. Seduciendo sin gravedad. Cuestionando sin interrogar. Etcétera. Etcétera. Etcétera. Etcétera.






Los motivos para dar dedicación a la voz son los mismos que uno tiene para cambiar de peinado o religión: y no es tanto un cambio de mirada como una mirada al cambio: para que las cosas sucedan hay que percibirlas. Viéndose cambiar se produce el cambio. Esta es la formulación que yo percibo y que para resolverse pone tres estadios en concatenación: mímica-improvisación-creación. El Jazz lo demuestra claramente. No hay jazzista al que la improvisación le sea ajena, ni mucho menos, la ejecución (histórica) de su género. Así es la cosa: del parecerse al serse. De una superación de la metáfora. De la construcción de un espacio inmemorial: la construcción de una vida donde la flecha del tiempo, con su decrepitud adyacente, no sea un ceñimiento como la concentración de todas las variables posibles del existir: dicho de otra manera, no conozco muerte que no sea: mimética, improvisada y fundacional: en extremo singular.

Y si llegaras a hombre, ¿a qué más podrías llegar? Antonio Porchia. Voces.

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