5 de mayo de 2010

Autobiografía alimentaria; y de la calidad de la industria gastronómica.

Para mi el tema de la alimentación es un constituyente universal. Quiero decir, está presente en mí como fundadora de todo.

En los primeros días de vida mi madre notó que yo vomitaba al finalizar cada ingesta. Como consecuencia perdí mucho peso y empecé a mostrarle a mi familia la huesuda apariencia de la muerte.

Por supuesto no había tiempo que perder. Ante la impasibilidad del médico, que indagaba con los tiempos de su profesión y no con los de mi organismo, mi madre acudió a lo que se conoce como Umbanda. No dieron vueltas, le dijeron que la razón de mis vómitos crónicos se debía a un problema en el píloro. Hicieron lo suyo y yo empecé a comer como lima nueva.

Siendo apenas un bebé jamás tuve conciencia de la consecuencia fundamental de esa experiencia: la abundancia. Es esperable que a un niño que bordeó la muerte por inanición se lo complazca hasta el hartazgo.




Sin una pedagogía alimentaria fuerte y guiados más bien por mis caprichos, mis padres fueron cediendo ante el impulso biológico (mío y de todos) más primario: el consumo de grasas y azúcares.

El resultado fue obvio: el gordito va al arco. Sin embargo tomé revancha. Ya adulto trasmuté aquello que no me daba alegría, sea la alimentación y la práctica deportiva (fundamental para el conocimiento del cuerpo), en eventos donde ejercer mi libertad. Leo en la Razón del Gourmet, de Michel Onfray, un fragmento de una epístola que Spinoza le envió al enólogo Schuler,

“y en la cual le explica que la libertad solo existe en la obediencia a la necesidad. Solo es libre aquel o aquello que acepta la fuerza que lo anima”.

Nunca supe el motivo de mi cambio. Pero un día, luego de mis recurrentes patadas al hígado y ataques de acidez, decidí cambiar. Bajé de peso escandalosamente e inicié un juicio al mismísimo acto de comer. El objetivo parece ser: indagar para desarrollar todas las potencias que el acto mismo de comer puede descubrirme; aunque, para decirlo todo, debo confesar que tal cosa me suena a cháchara, más a racionalización que a razonamiento: sea como fuere todavía hay, en el motivo de búsqueda, algo que aún no logro dilucidar.

Decidido a poner todo en cuestión, pretendo llevar el paladar a grado cero; darle a la razón los atributos de la lengua y viceversa. También, por supuesto, indagar en los usos y costumbres de la mesa a la cual me siento: sus tiempos, su espacio, los rituales de la comensalidad, etc, como conocer si los aportes nutricionales cubren los requerimientos que mi cuerpo necesita para la acción deportiva. Es mucho, es demasiado. Sin embargo, indispensable.

Cuando incluí en el titulo del posteo el tan amplio valor de la calidad, lo hice pensando en la industria gourmet.

Teniendo en cuenta que la calidad de los alimentos es un factor por el cual pagamos tanto con nuestro bolsillo como con nuestra salud, me parece no menor la tarea de reflexionar sobre qué (y qué no) estamos pagando cuando comemos. Para muchos puede parecer ya obvio, pero para mi (que les recuerdo decidí partir del grado cero) todo supone novedad.

Ustedes, creo, no lo ignoran: la industria gourmet, capitalista a rabiar, ofrece más un producto que un alimento, una marca que un sabor, una experiencia que nutrientes. Por esto existen servicios gastronómicos premium que se justifican a si mismos ofreciendo máxima calidad a un precio, claro, igualmente máximo.

No reniego de ellos. Me agrada la búsqueda de la excelencia. De lo que reniego es de sus fallas y las acciones que toman en consecuencia.
Como todo posteo mío, este también sucede por un instante que me alteró: en este caso, el instante en que la excelencia se fue a la mierda.




Si uno lee Confesiones de un chef, de Anthony Bourdain, seguramente obtendrá una idea de la universalidad de ciertos patrones de conducta de la industria y de la dinámica de una cocina. Esa universalidad, propia de la experiencia mundana de Anthony, no se encuentra en mí. Por el contrario, mi juicio parte de un acto único (aunque apoyándome en Bourdain lo integro a la problemática general).

Cabaña Las Lilas es mucho más que un restaurante. Cuando alguien se sienta a comer un pedazo de carne a la parrilla lo hace (a conciencia o no) esperando lo mejor. Y así suele ser. Salvo (¡ay!) cuando una cucaracha nos mira desorientada desde nuestro bife. Leemos en la página web del restaurante:

“Probar un exquisito bife Cabaña Las Lilas es una experiencia que se repite día a día en otras ciudades del mundo enalteciendo de esta forma la tradicional calidad de las carnes Argentinas.

Este enorme esfuerzo que culmina en el plato, tiene origen en nuestros pastizales pampeanos donde criamos desde hace 70 años los reproductores, padres de los novillos que engordamos para brindar este privilegio.”

Bellísimo, aunque ni “mú” de los que se ocupan de trasmutar la horripilante experiencia de masticar una cría en la de saborear un bife. Sigamos. La noticia del comensal insectívoro me llega de fuente privilegiada: mi mujer, responsable de nutrición y bromatología del establecimiento. Ella me contó como el comensal, razonablemente enojado, puso en ánimos de tragedia a la gerencia. Hagamos empatía: es terrible ver cómo una cucaracha de puerto hecha por la borda nuestros dionisiacos reproductores pampeanos.

Sin embargo los toros son fuertes. Y la cadena, finalmente, se rompe por el eslabón más débil.

“La cadena culinaria –la verdadera preparación de los platos que comes– tiene más que ver con la constancia. Es decir, la repetición espontánea e invariable de la misma serie de tareas infinita cantidad de veces. La capacidad para trabajar en equipo es un mandato ineludible en la cadena culinaria.” Anthony Bourdain.

Tras su desvinculación con el establecimiento yo me pregunté por las acciones que a posteriori tomaría el mismo y, fundamentalmente, sobre la capacidad de llevar adelante ese mandato ineludible de trabajar en equipo que menciona Bourdain. Porque cae de maduro: la falla trasciende a una persona. Un plato pasa por muchas manos antes de llegar a la mesa del nuestro ya Kafkiano comensal.

Evidentemente no es propio del capitalismo ninguna fórmula que contemple el cuidado de su personal antes que la rápida e ineficiente acción disciplinaria del despido. Disciplinamiento, claro, que no tiene como objeto refinar la deontología gastronómica tanto como instaurar el temor en aquellos que continúan en la industria del snobismo culinario.




Sabemos que la cocina de Las Lilas es impecable. Sabemos que a año a año a superado con creces las auditorias y controles tanto estatales como privados. También sabemos que un accidente, por su propia naturaleza, es ineludible. Lo que resta saber es si los capitalistas de la industria podrán entenderse como parte del equipo, lo que sin duda llevará a una mejor comprensión del valor humano, cosa hasta el momento desconocida como el unami.

“La calidad de vida del maítre d’hótel no es tanto una cuestión de amor al prójimo, de fraternidad o de simpatía, como un problema de interés bien comprendido. Si la cocina se resfría el que estornuda es el comedor.” Grimod de la Reynière.


Addenda: como sé que el tema del comer y la calidad es aquí abordado de manera muy parcial, quisiera recomendar los videos de una conferencia que se desarrolló con la presencia de una antropóloga de la alimentación, un sociólogo que se especializa en el tema, una nutricionista, y la siempre querible Narda Lepes. Además, el interesante blog que abrió Daniel Link con recetas y más.

2 comentarios:

Alex dijo...

me perdí después de píloro, aunque te puedo concluir que el morfi para mí es un acto de consumación tanto dionisíaca como apolínea, nunca una contradicción de términos reundó tanto a favor de lo que es para mí la comida.

Alex dijo...

redundó, cuando se me hace agua la boca escribo como el culo