27 de mayo de 2010

El tiempo; erótica y fetiche.

Me gustan las mujeres en su madurez: la juventud es ya una luz más calma, y la vejez, una sombra elegante.

La dialéctica de luces y sombras me atrae. Me gusta, sobre todo, el espacio de transición, el declive junto a lo genésico, lo que se funde (y confunde) para permitir un concilio: un alter-tiempo. Al respecto, Elogio de la sombra, de Tanizaki, es un ensayo excepcional:

“En Occidente, el más poderoso aliado de la belleza fue siempre la luz; en la estética tradicional japonesa lo esencial está en captar el enigma de la sombra. Lo bello no es una sustancia en sí sino un juego de claroscuros producido por la yuxtaposición de las diferentes sustancias que va formando el juego sutil de las modulaciones de la sombra.”





Si no me equivoco, Don Juan, el indio Yaqui, ya tomaba nota de esto y definía a los atardeceres como la puerta que comunicaba dos mundos. Lo recuerdo ahora, pensando en esto, y trayendo aquí mi gusto por sentarme al atardecer a experimentar ese alter-tiempo que es, a la vez, apertura y cierre.

Volviendo sobre la mujer, esa categoría metafísica del género femenino, debo decir que la disfruto en ese “a través” que el Tiempo compone sobre su cuerpo. Desde su pubertad, que por decirlo como Stendhal, trae en su belleza una promesa de felicidad, hasta su madurez, donde el tímido asomo de la senectud, trae consigo otra felicidad: la del fin de la promesa.

“La vejez (tal es el nombre que los otros le dan)
puede ser el tiempo de nuestra dicha.
El animal ha muerto o casi ha muerto.
Quedan el hombre y su alma.
Vivo entre formas luminosas y vagas
que no son aún la tiniebla.”
Borges, Elogio de la sombra.





Siento que esto no debería escribirse hasta leer Ferdydurke, de Witold Gombrowicz. Pero esperar no es lo mío, sino el tiempo, al que me arrojo ya arrojado. Y del que vuelvo, porque es indudable que lo leeré. Y aún así, no cambiaré nada de esto, que en lo provisorio y relativo (véase en el párrafo siguiente la observación entre relación-relato-relativo) que se supone todo, se justifica.

Hay cosas que no se cuentan (porque son parte de un fondo tumultuoso e incuestionable de nuestra, valga la redundancia, intimidad). Intimidad que mis contemporáneos usan como tópico de sociabilidad, y que resulta, no mucho más, que una secreción de sexualidades y costumbres normadas por un relato precario, y que lo subyace: el del amor. Esa patética necesidad que sus detractores, en su mismo anhelo de afecto, nos (paradójicamente) muestran con furia. No conozco ninguna exposición (relato) de intimidad

(pensemos en la palabra relato y sus parentescos con: relación y relativo, esto es: puesta en juego de la otredad, el afuera: de su mirada-interpretación-y consecuente devolución. Y pensemos, también, en aquella seguridad que tuve al decir que leería Ferdydurke, porque acá estoy. Y habiendo pasado un tiempo considerable entre el párrafo anterior y este, me encuentro ya en plena lectura: y como buen lector (elector) que soy, me lo traigo a Witold:

“¡Oh, es una maldición que la existencia nuestra en este planeta no aguante ninguna jerarquía definida y fija, sino que todo siempre fluya, refluya, se mueva y cada uno deba ser sentido y valorado por cada uno, que el concepto sobre nosotros de los torpes, limitados e incapaces nos sea tan importante como el concepto de los sabios, capaces y sutiles! Pues el hombre, en lo más profundo de su ser, depende de la imagen de sí mismo que se forma en el alma ajena, aunque esa alma sea cretina.”)




que no se desactive en su enunciación: ese “yo”, ese “soy” que configura la exposición de uno, se desfigura hacia un “somos”, que por definición es cultura gregaria: la liberación del deseo, o el ejercicio de la intimidad, poco y nada tienen que ver con “dar a la luz” lo “oscuro”. Esa intimidad, así tomada, se plantea como refugio de una inmoralidad (es decir, lo que no se sujeta a consenso) y es funcional al porno: y la pornografía la toma como su némesis. Sí, sí, encuentra el goce no en disfrutar de una intimidad, sino en desarticularla con una sobre-exposición. La pornificación es la desarticulación de la intimidad: un acto eminentemente moral. La pornificación nos instaura en la visibilidad plena y tiene, como condición de posibilidad, la ausencia de toda sombra.

El cuerpo (todo un campo de batalla) que ontológicamente se debate entre Eros y Tánatos (lo desmesurado, lo que nos atañe y sobrepasa), encuentra en el porno un nicho de conformidad (uniformidad: forma, acotación, recorte): sometidos a las miradas, nosotros liberamos en vuestros voyeurs (que también somos nosotros) el peso de tener una intimidad. No olvidemos que la vista es el sentido de la distancia. Y la luz, con su velocidad, una forma de anular el espacio que nos separa; espacio negro: velo infinito, el siempre corrimiento del más allá.

“¿Cuál puede ser el origen de una diferencia tan radical en los gustos? Mirándolo bien, como los orientales intentamos adaptarnos a los límites que nos son impuestos, siempre nos hemos conformado con nuestra condición presente; no experimentamos, por lo tanto, ninguna repulsión hacia lo oscuro; nos resignamos a ello como a algo inevitable: que la luz es pobre, ¡pues que lo sea!, es más, nos hundimos con deleite en las tinieblas y les encontramos una belleza muy particular.” Elogio de la sombra, de Tanizaki.

Lo que está entre sombras (el más allá) no es necesariamente lo que se oculta. Incluso aquello que se oculta, en verdad no responde a una ocultación. George Bataille definía al erotismo como la apropiación de la vida hasta en la muerte. George Bataille estaba siendo Spinoziano y perseverando en su ser.

El denominador común entre el erotismo y la sombra (en su consideración oriental), es lo que nos permite construirnos: su poética y poiesis. Valioso es esto, porque sirve de vehículo y nos trasporta a un fuera de sí, con todo lo que ello nos trae de desconocido, aunque lo sabemos ya vivido. Bajo esta línea hipotética, tal vez la conciencia de muerte sea la de haber vivido.

“Pensemos en la muerte como un acontecimiento retrospectivo. Esa manera de irle pidiendo cosas al futuro para devolvérselas, al final, intactas. Como si uno no hubiera vivido." Zettel. Héctor Libertella.




El cuerpo-tiempo, llevado con dignidad (esto es, habitando la propia muerte sin neurosis estéticas), resulta el mejor aliado de Eros. Porque no hay nada más humano que haber vuelto de la muerte, porque no hay nada más erótico que revivir en otro cuerpo, y en ese otro cuerpo de ese otro superviviente que es la mujer en su madurez.

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