3 de agosto de 2011

Las llaves.

Levanté las llaves del piso y miré a alrededor: no había nadie ni nada. Solo campo y yo; tierra seca, apenas pasto seco y algún grupo de árboles a lontananza. Las llaves estaban oxidadas y polvorientas. Podrían ser, en definitiva, solo un manojo de aplanadas figuras metálicas; pero eran llaves.

Me hubiese gustado ser perro en su virtud olfativa, llevarme esa intriga al hocico y salir disparado hacia esas cerraduras. ¿Existirán todavía? Igualmente las olí. Después resoplé para sacarme la tierra involuntariamente aspirada y estornudé por la picazón, que era bien cosquilluda.

Como la nada es nada (aunque allí era un sol bien caliente) y los árboles sombra, y porqué no, escondite de cerraduras, puertas, marcos, paredes y casa, me fui en su dirección.

Caminé con el sol de frente y en la frente, bien pegado, bien ardiente. Caminé ciego, así es la voluntad. Llevé los ojos entrecerrados y desenfocados hasta donde pude, y pude hasta el final.

Ya en la línea verde sentí alivio y un fresco restaurador. Luego sentí frío y me di cuenta que estaba solo, con un manojo de llaves en la mano y un anochecer en vilo.

El tiempo para mí pasa rápido. Ya estaba sufriendo las heladas estrellas: qué hermosas son. Las llaves se enfrían rápido también. El metal es un rápido conductor. El metal y yo teníamos el mismo tiempo. Teníamos una sincronía y unas ganas de abrir algo que casi no nos podíamos contener: yo cerraba el puño y ellas se clavaban en mi palma con una tristeza, con una angustia, con una ansiedad (…). Si no fuera imposible diría que me querían abrir a mí.

Y fue en un segundo (llevado tal vez por alguna influencia lunar), que puramente convencido, puramente lunático, creí posible que esas llaves fueran mías: la forma en que encajaban en mi puño, la manera en que respondían a los pliegues de mi palma me decía, claramente (la noche también era clara, redondamente iluminada), que de abrir algo sería a mí.

Entonces sí: con una mueca de felicidad (lo reconozco, algo loca) fijé mi vista hacia la dirección en que había venido. Recordé el calor, la intranquilidad, el dolor en los pies: ahora no había nada de eso. Solo la oscuridad clara (el pensamiento también era claro, redondamente concluyente) y la convicción de que esas llaves me abrirían.

Entonces sí: cerré nuevamente el puño. Pero esta vez lentamente, sin furia, sin apuro; me concentré en sentir cada milímetro de ese manojo de aplanadas figuras metálicas: mis llaves. Me deleité en sentir cómo hacían su trabajo, como cedían suaves a la presión de mi mano, como me abrían, como se entibiaban al contacto con mi sangre.

1 comentario:

Alex dijo...

las ganas de abrir algo entibian la sangre...¿lindo lo que abriste?