5 de octubre de 2011

Espigas y espíritus.

- Se repite una palabra hasta que suena ridícula: y la lengua se torna alienígena. Y allí, parado sobre ese hado lingüístico, nos presentimos cerrados a un sistema; incomunicabilidad. Porque nada hay más allá del allá mismo, ¿cierto?

- Cierto. ¿Y si empezamos a rastrillar todo? ¿Y si nos volvemos laboriosos?

- ¿Qué con eso?

- Dejamos la torpeza, por siempre. Callamos.

- Nos imponemos ante el tropiezo de la palabra.

- Ante la inutilidad misma, mi amor.


Eran voces. A pesar del murmullo incesante de los bichos camperos yo oía voces. Era mi primera noche en la estancia y admito el vino; también el estado de embriaguez sexual: estar con una hembra de campo, de cuerpo y conducta animal… eso cambia la percepción: los cuerpos se influencian; la manera en que me había montado y el cómo se dejaba ¡y la mirada negra!… y el catre, y el olor de las cosas viejas, y las sombras… no había realidad en ello, no la misma. Así que las voces seguían murmurando. ¿Quién se hubiese quedado en la cama? Lentamente pasé por arriba de la “patrona” y por un momento me quedé sobre ella, sin tocarla, sintiendo su profunda respiración sobre mi pecho. Qué animal hermoso.

Afuera sentí un miedo excitante. Salí desnudo porque de morir habría de hacerlo en igualdad de condiciones que la noche. Pero no morí, ni tampoco estoy seguro de haber vivido. Sí, sí estoy seguro: como de esas voces, levísimas y suficientes como toda brisa de verano.

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