6 de diciembre de 2011

Esa vida de las cosas.

Un grupo de jóvenes, barbarizados por su corta edad o por la lenta burocracia del orden, avanza como una bandada de pájaros enfermos: en la misma dirección, pero chocándose entre ellos. Me recuerdan también a la célula: que se mueve por sus contornos, que avanza irregularmente, tirada por sus bordes, como queriendo salirse de sí misma, dividirse. ¿Y por qué?, me pregunto, ¿por qué la unión? ¿por qué la fuerza centrífuga que expele lo que de ella es?... Es el misterio de toda hechura. Independencia de las fuentes, ahí la madurez sin moral. La sola propagación. El espacio espaciándose, usando la vitalidad de la vida para llenar cada hueco que previamente ahuecó con la materia del vacío.

Así iban los jóvenes, incomprendidos por dentro y por fuera, por ellos y nosotros. Sin embargo encontré (ya se los cuento), el germen del vicio social al que llamamos justicia.

Yo pensé, ingenuo en principio, que su arranque de violencia fue un impulso de la belleza del sinsentido, de la creación de lo accidental con su consecuente reformulación de la realidad. Pero me equivoqué, igual que cuando dije: ¨El espacio espaciándose, usando la vitalidad de la vida para llenar cada hueco que previamente ahuecó con la materia del vacío.¨

Podría decir que yo estoy en las mismas condiciones que esa bandada de púberes: siendo interpelado para luego ser juzgado y así concluido sin otro objeto que cumplir con la lógica de la ansiedad, esa que corre hacia a un final porque se creyó comenzada.

¿Pero qué había pasado allí para que yo venga a hacer este espamento y me ponga a tirar palabras como perros de caza? ¿Qué persigo? Supongo que saciar la pedantería de mi educación familiar, la que siempre tiene a mano un gesto adusto para impostarse en ¨respuesta¨: soy la respuesta. Así es. Vengo de una familia de respondedores y necesariamente de falaces.

La resistencia, entonces, debería tomar la forma del silencio. Callarme y no decir más nada al respecto; pero como pensaba ayer a la madrugada, mientras caminaba a oscuras tanteando paredes hasta el baño: callar sabiendo el por qué, le da cuerpo a un tipo de victoria. Porque uno no puede dejar de sentirse triunfante y enormemente humilde al vencer a su propia sangre y doblar el mandato genético en secreto. No, no: saber la respuesta y callar es peor. Así que esos jóvenes tendrían su merecido. Nadie puede revelarse. La inocencia es maldita. Yo no debía dejarlos caer en la credulidad de la justicia de su acto. De ninguna justicia.

Cuando ellos corrieron y se lanzaron sobre el auto, cuando le pasaron por encima y lo abollaron como un latón cualquiera, sintieron orgullo y liberación. Pensaron, con perdón de la palabra, que el dueño del auto, presumiblemente acaudalado, no tendría problema en pagar el arreglo. Esa fue la explicación que me dieron para dar lugar a la libertad de vivir. Esa fue la mentira. En verdad ellos suponen que la riqueza es hija de algún tipo de estafa y que eso merece un castigo ya que la justicia es imposible. En verdad, saben la verdad, la reconocen porque vivir es vivir en verdad, siempre. Y eso resulta muchas veces intolerable. Así que, ente la dificultad de rendirse (yo me rendí, claramente) elaboran y acatan la idea de justicia. Se hacen de una respuesta, diferente a la mía, pero la verdad que no. Porque ambos nos ponemos espalda con espalda para defendernos, como podemos, de esa amenaza constante que late en absolutamente cualquier cosa.


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