3 de septiembre de 2012

Ya no sé qué hacer con los conejos; de la reproducción de los libros.


Cuando los libros en mi mesa de luz formaron una torre lo suficientemente poco estable, decidí hacer algo. Creo, ahora no recuerdo, que la pila llegó hasta los 28 volúmenes (soy específico, pero solo porque me gusta esa cifra).

Lo primero que hice fue dividir los libros en dos pilas menos altas y más estables, aunque esto último no es del todo cierto; si bien la poca altura les daba la típica firmeza de los enanos, yo las erguí sobre el colchón. Y así hago más o menos con todas las cosas de mi vida (o así –más o menos- la vida hace con todas mis cosas): como no estoy seguro, me enorgullezco o me culpo de manera aleatoria; que es la manera del humor. 

Lo segundo que hice fue mirar de qué trataban esos libros (aquí ya deberían envidiarme). Y lo inmediatamente tercero, sentir un orgullo maternal hacia mi mismo por la clase de ser humano que podría suponerse soy, si aceptamos confundir el material leído con la propia hechura de mi espíritu.

Sin embargo, si bien soy de claudicar ante las ganas de sabiduría (digo que se siente como ganas y no tanto como deseo porque hay algo de fisiológico en este asunto del saber, como si lo leído pasara por un riñón y no tanto por la abstracta intelección), también la reconozco infinita, lo que rápidamente me embroca con toda la especia humana y dejo de lado el modernísimo pensamiento para con el arte, los libros y lo altruista en general (ese que pone a la cosa en cuestión como el bien absoluto). Y después de eso es como si sintiera un repentino olor a mierda.

Finalizado mi sentimiento bíblico con los libros, los llevo a la biblioteca para acomodarlos. La biblioteca es chica en relación con los libros que tengo y más chica en relación con los que tendría, que son los que voy a tener por el solo hecho de que los días siguen corriendo.

Como los estantes son blancos (todo es blanco), más precisamente, de aglomerado enchapado en melamina (me encantaría de madera, no puedo dejar de pensar que así como están las cosas todo resulta en una desesperada escenografía de una vida que no tengo, es decir, la vida del deseo puro: mi biblioteca materializa el deseo, no su concreción sino su postulación: mi biblioteca es una escenografía del deseo, del porvenir, o del devenir libro al que me llevan los libros –los odio-, que parecen tan libros y al final son otra cosa muy distinta, aunque se mantienen ocultos tras su propia escenografía de papel: vaya a saber ellos qué devendrán), la mugre de estos tres últimos años se notaba sobremanera, aunque sin lo anteojos no, estaba bien. Pero una vez que yo veo mugre, siento que no puedo respirar si no limpio. Así que hice dos cosas. La primera ya la saben, la segunda fue llevar los libros de la ¨A¨ (Agamben, Arlt, algún Aristóteles, entre otros A-graciados) a otro estante de otra pieza, que no es biblioteca (hay cds´ y dvds´ y un muñequito del extraterrestre que hace ¨Ohhhhh¨ en Toy Story, ese que son muchos y están dentro de una crane machine. Siempre me fascinó ese personaje por su capacidad de asombro, su credulidad. Por momentos (este momento) me parece que todos estamos dentro de una crane machine a la espera de ser cazado por esa garra siniestra y celestial. Pero esto no es del todo cierto.

Al final me quedó la biblioteca partida en dos: en una pieza empieza y en la otra no me rima la frase.

No hay comentarios.: