Cuando los
libros en mi mesa de luz formaron una torre lo suficientemente poco estable,
decidí hacer algo. Creo, ahora no recuerdo, que la pila llegó hasta los 28
volúmenes (soy específico, pero solo porque me gusta esa cifra).
Lo primero que
hice fue dividir los libros en dos pilas menos altas y más estables, aunque
esto último no es del todo cierto; si bien la poca altura les daba la típica
firmeza de los enanos, yo las erguí sobre el colchón. Y así hago más o menos
con todas las cosas de mi vida (o así –más o menos- la vida hace con todas mis
cosas): como no estoy seguro, me enorgullezco o me culpo de manera aleatoria;
que es la manera del humor.
Lo segundo que
hice fue mirar de qué trataban esos libros (aquí ya deberían envidiarme). Y lo
inmediatamente tercero, sentir un orgullo maternal hacia mi mismo por la clase
de ser humano que podría suponerse soy, si aceptamos confundir el material
leído con la propia hechura de mi espíritu.
Sin embargo,
si bien soy de claudicar ante las ganas de sabiduría (digo que se siente como
ganas y no tanto como deseo porque hay algo de fisiológico en este asunto del
saber, como si lo leído pasara por un riñón y no tanto por la abstracta
intelección), también la reconozco infinita, lo que rápidamente me embroca con
toda la especia humana y dejo de lado el modernísimo pensamiento para con el
arte, los libros y lo altruista en general (ese que pone a la cosa en cuestión
como el bien absoluto). Y después de eso es como si sintiera un repentino olor
a mierda.
Finalizado mi
sentimiento bíblico con los libros, los llevo a la biblioteca para acomodarlos.
La biblioteca es chica en relación con los libros que tengo y más chica en
relación con los que tendría, que son los que voy a tener por el solo hecho de
que los días siguen corriendo.
Como los
estantes son blancos (todo es blanco), más precisamente, de aglomerado
enchapado en melamina (me encantaría de madera, no puedo dejar de pensar que
así como están las cosas todo resulta en una desesperada escenografía de una
vida que no tengo, es decir, la vida del deseo puro: mi biblioteca materializa
el deseo, no su concreción sino su postulación: mi biblioteca es una
escenografía del deseo, del porvenir, o del devenir libro al que me llevan los
libros –los odio-, que parecen tan libros y al final son otra cosa muy
distinta, aunque se mantienen ocultos tras su propia escenografía de papel: vaya
a saber ellos qué devendrán), la mugre de estos tres últimos años se notaba
sobremanera, aunque sin lo anteojos no, estaba bien. Pero una vez que yo veo
mugre, siento que no puedo respirar si no limpio. Así que hice dos cosas. La
primera ya la saben, la segunda fue llevar los libros de la ¨A¨ (Agamben, Arlt,
algún Aristóteles, entre otros A-graciados) a otro estante de otra pieza, que
no es biblioteca (hay cds´ y dvds´ y un muñequito del extraterrestre que hace
¨Ohhhhh¨ en Toy Story, ese que son muchos y están dentro de una crane machine.
Siempre me fascinó ese personaje por su capacidad de asombro, su credulidad.
Por momentos (este momento) me parece que todos estamos dentro de una crane
machine a la espera de ser cazado por esa garra siniestra y celestial. Pero
esto no es del todo cierto.
Al final me
quedó la biblioteca partida en dos: en una pieza empieza y en la otra no me
rima la frase.
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