Ay, ay, ay…
este espacio, otrora de pensamientos, se va a convertir lenta pero
inexorablemente, en un campo de dolencias espirituales y psicológicas propias
de un quinceañero. El rumbo claro, la convicción y determinación de un tipo de
37 años, de quien se espera venga puliendo desde su primera juventud sus
habilidades profesionales, su proyecto económico, su cualidades humanas…. ya
ven, ese tipo solo hace una frase larga donde se pierde la idea de lo que iba a
decir y la acaba sin la corrección y eficiencia que debería. Y no es que no me
importe. Es que estoy cansado. Miento. No estoy cansado, estoy decepcionado por
haberme creído lúcido y, aún así, haber comprado
una serie de comportamientos socialmente esperables. Vaya que me gustaría
pensar que el tiempo no se pierde. Lo pienso, ciertamente, lo que me gustaría
es poder creerlo; creerlo profundamente, tanto que forme parte del sistema parasimpático.
Desde hace
meses que estoy sin trabajo, involuntariamente sí (nunca tuve el coraje de
renunciar a nada). Lo grave es que a raíz de esto decidí abandonar la profesión
tal y como la venía ejerciendo (hacía tiempo que fantaseaba con hacerlo). Hoy me
resulta inimaginable volver a lo mismo: y a pesar de ser un agradecido de la
profesión, ya no la respeto. Es difícil ser honesto a este respecto; también
siento que no hay nada que agradecer, que en la medida que me dio, me quitó.
Mientras busco
no sé bien qué (y eso debería estar claro, no se encuentra nada buscando lo que
no se sabe… aunque… girando en el vacío hay probabilidades de llevarse algo por
delante); hoy pensaba que es inevitable que algo suceda. Y no es optimismo, es
solo una observación cuasi-científica o cuasi-filosófica: un existente, por el
solo hecho de existir, forma parte de una red de relaciones que lo modifican y
constituyen. Es decir, mi sola condición de afectado es ineludible y mutante. La
decisión que tomé (o me incentivaron a tomar), dará como resultado un futuro
distinto al pasado. Futuro que ignoro con la más absoluta minuciosidad.
Como todo esto
me tiene con vaivenes emocionales que van de la depresión a la euforia y, como
mi mente necesita de algo a lo que aplicarse con regularidad, tomé otra
decisión. Arranqué una (creo) novela. Sé que no estoy hecho para proyectos de
largo aliento porque rápidamente me aburro, sin embargo esto me tiene un poco
(un poco), entusiasmado. Es un dolor de huevos, sí, pero levante la mano quien
no es un poco masoquista, quien no ha disfrutado de sacarse la cascarita de una
herida.
Yo tengo que
lograr que mis problemas no cicatricen. Como todos, debo abocarme a algo; y
solucionar problemas es algo para lo que todos estamos hechos.
El problema,
caramba, es que crearme problemas literarios me genera culpa. Los necesito,
creo haberlo dejado claro, pero también necesito solucionar ese otro problemita
del oficio o profesión en la que deberé (espero pronto) aplicar mis
habilidades. Escribir me hace olvidar los impuestos; pero los impuestos no
desaparecen por eso (ciertamente nada los hace desaparecer: las políticas
tributarias tienen una narrativa de conveniencia social endemoniada).
En conclusión,
esta tensión dicotómica entre emplear el tiempo buscando trabajo o escribiendo
me está generando una incomodidad diaria. Siento que no estoy haciendo,
finalmente, ninguna de las dos cosas bien.
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