Mi ignorancia es buena. Intuye complejidades que me
dejan sin aliento; mucho menos palabras. Mi silencio actual responde en gran
medida a eso. No sé qué decir. Qué poder decir. Qué poder decir que sea
relevante y no, como supongo, una nadería lingüísticamente bien articulara, una
sucesión de sentidos ya puestos en circulación (por otros y mejor) un sinnúmero
de veces. Mi gesto hoy por hoy es el suspiro profundo, la exhalación de aire
sonoro por la nariz y el ceño fruncido toscamente, como si un cirujano hubiera
querido juntarme las cejas cociéndolas con hilo de matambre.
Empiezo textos y no los termino. Lo que sí termino
es el impulso narcisista del habla. Callo. No me complace escucharme. Sin
embargo continúo anhelando la construcción de un Yo textual, fruto, imagino, de
una vanidad escolar, primigenia y afectiva. Mi mamá me mima.
Mi próximo paso será corregir el falso camino de la
expresión correcta y veraz. Dejar de someterme a aquello que me habla al tiempo
que suprimir el ideal autónomo del hablar. Es decir, debo constituirme en un
espacio donde pueda descartar tanto la posibilidad de lo remañido como de lo
original. Ensayar una forma de habla donde el silencio esté implícito. Bordear
la sátira Cantinflesca*, mirando, al mismo tiempo, hacia la idea que María
Zambrano nos expone: “La palabra entonces no es necesaria, pues que el
sujeto se es presente a sí mismo y a quien lo percibe. Es el silencio diáfano
donde se da la pura presencia”.
*Mario Fortino Alfonso Moreno Reyes (Cantinflas).
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