16 de julio de 2014

El Paseo.

Hace rato que se me vienen acumulando ganas de escribir como de mear. No ambas, sino la una como la otra. Ahora, por ejemplo, tengo que evacuar. Podría aguantar más, hasta casi no poder caminar. Podría, incluso, hasta casi dejar de hablar por tener la boca llena de palabras que no son palabras, como lo es también un chorro de meada que, antes de salir, ni siquiera es eso; porque ya la vemos, el agua (o el pis-agua), como todo líquido, tiene la forma de su contenedor. ¿Y qué forma tuvieron las no-palabras en mi boca? ¿Y en mi mente cómo eran? ¿Y con que silueta salen ahora? ¿Y cómo se explica una metamorfosis desde el punto de vista ontológico? No importa. Juro que no importa.

Sucede que así escribo, sin mirar a atrás o siquiera a los costados, de hecho, sin mirar a ningún lado. Existo, si se puede decir así, ciegamente. Avanzo, si se puede decir así, existiendo y sin siquiera sospechar (o desear) las palabras que ya asoman al horizonte de la frase próxima: porque la vida de este texto es así, solo esto, su trayecto, su salir a pasear por aquí, por tus córneas, por las mías, y vaya a saber por dónde más, sin promesas ni historia posible.

 

Nota al margen: la imagen es de Robert Walser, el gran escritor y paseante. Aquí lo vemos muerto, durante uno de sus habituales paseos.

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