23 de agosto de 2014

El escribiente.

Conozco esa mirada hacia dentro. Me miro y me doy cuenta que me miro. Entonces me pregunto quién mira con tanta tristeza y furia. Sé que soy yo, pero no el de siempre, el que habla (o ahora escribe), sino ese oscuro y profundo, ese alejado pero siempre presente que me guía como una extensión de una de sus conductas posibles en su universo del cual soy solo una parte.

Ese, que obra con mi memoria como yo con Google, me trae un fragmento de texto que, a fuerza de pertinencia (¿o impertinencia?), no puedo dejar de poner aquí:

¨Zona astral donde la imaginación de los hombres fabrica con líneas de fuerza los fantasmas que los acosan o recrean en sus sueños¨.

Me pregunto por qué el cinismo de su proceder. Si será una respuesta a mi mirada sobre su furibunda tristeza. ¿Es reprochable que el limpiarme de sus emociones lo ponga agresivo? Sin duda ya no me siento triste. Sí, en cambio, algo suficiente. Digo, con ese aire de suficiencia que tenemos los cancheros. Pero ciertamente yo no soy un cancherito. Es natural, entonces, que me pregunte si esta nueva emoción es el haber perdido nuevamente el control sobre mi. ¿Se está sirviendo este fantasma de la literatura, de Roberto Arlt, para sugerirme demencia si la cuestiono?


No puedo dejar de pensar si esto lo escribí realmente yo o si yo, realmente, soy el fantasma que anda acosando a este otro que escribe así.


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