Escucho el ruido de una pisada equina ¨claqueando¨
en el asfalto. Saco mi vista de la pantalla y me asomo a la ventana corriendo
la cortina. Un hombre, ataviado como gaucho, monta anacrónico un caballo manchado.
Es la hora de la siesta y yo, que estaba sumergido en internet, salgo a
respirar un aire de realidad inverosímil.
Calculo que el hombre debe remontar unos
setenta años. Su espalda no los nota. Lo veo y me inspira un respeto de roble.
En el rostro lleva un gesto hosco y en la mano que no toma la rienda, una
fusta. Todo lo que veo tiene un nombre. Trato de recordar los que me enseñaron en
el colegio, pero es en vano. No paso de fusta, facón y tal vez cincha; aunque
esto último creo que lo aprendí en unas vacaciones en que me pasearon a
caballo.
Me fascino con el ruido de las patas. Su
percusión hueca como de madera es rítmica y marcial. No cuesta pensar en los
orígenes de la música y la guerra, que podrían ser los mismos. La civilización
es bárbara.
Los perros del barrio se alborotan y
salen a buscar roña entre las patas del animal. El jinete,
con un movimiento que me resulta imperceptible, pone al caballo de costado y
comienza un trote liviano pero muscular. Los perros tienen miedo y se alejan lo
necesario para no ser pisados. En esa distancia el hombre ve una oportunidad. Como
si fuera un eximio jugador de polo inclina el cuerpo por fuera de la montura y
levantando el brazo muy por arriba de su hombro suelta un fustazo sobre el lomo
de uno de los perros. Yo asiento y sonrío de costado.
El hombre es un vecino que se resiste al
paso del tiempo. Yo también, vuelvo a Facebook.
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