Entré a la casa
para ver a la dueña del perro, con quien debía negociar el alquiler de una diminuta
pieza que tenía al fondo, que también era un apartamento rodeado de flores.
Si existe en el
mundo el paraíso, nunca nadie podría imaginarlo así o ahí. La magia, por así
decirlo, se producía en silencio y solo con sentarse en un punto preciso; medio
metro para la izquierda o medio metro para la derecha ya te volvían a poner en
la corriente usual del mundo, que no está nada mal, considerando que por su
cauce corre también este milagro y otros que no descarto, porque cuando uno
acude como testigo de lo insondable ya nada lo sorprende, sino que de continuo
la vida se vuelve sorprendente.
En general todos
los lugares a los que asisto tienen una finalidad que, bien mirada, es
desconcertante: los lugares quieren sacarnos de lugar. La arquitectura, en
general y en el sentido más amplio, es la construcción de nuestros deseos, que
no van más allá de lo inmediato, aunque a veces nos engañemos con el largo
plazo. El largo plazo, y no me quiero poner muy filosófico, es también una
extensión del tiempo.
No sé ustedes,
pero yo creo que nada tiene menos tiempo que la animalidad. El animal no tiene
lugar sino hábitat. Su tiempo ni siquiera es el presente, su condición es de
emergencia pero sin desesperación: emergen de continuo hasta que mueren.
La sabiduría está
en saber habitar el espacio que corresponde sin evadirlo. Estar, solo eso. La
literatura a veces trampea eso con un breve transe: va de lo humano a lo
inhumano, toca fondo y luego sale nuevamente a respirar. El viaje es
estimulante, claro, en alguna medida por la falta de oxígeno del cerebro. Es
también, en igual medida, la experiencia de la muerte. Al menos de la
conciencia.
La pieza que
alquilé estaba sobre una lomada del terreno, medio enterrada como una morada de
Hobbit. La mujer que me lo alquiló tenía esa hospitalidad de los personajes de
Tolkien. Incluso había en su mirada la picardía de quien sabe un secreto
hermoso. Su perro se comportaba como un cómplice alegre, aunque discreto. Me
movió la cola una vez, por convención y cortesía. Yo lo saludé con la misma
elegancia, asintiendo levemente con la cabeza. Ese primer intercambio fue
decisivo.
Alquilé la pieza
por una suma de dinero irrisoria aun cuando no fuera el paraíso. Que lo era. Por
eso alquilé allí tres años seguidos, hasta que la señora falleció. Me enteré el
año en que fui a alojarme por cuarta vez. Llamé aplaudiendo las manos y salió
un desconocido sin perro que dijo ser su hijo y por el cual lamento no haya
heredado el don de saber vivir. La pieza ahora no se alquilaría más y no supo
decirme qué había pasado con el perro al que supuso perdido o adoptado por un
vecino porque cuando él llegó de Buenos Aires la madre ya estaba en la morgue
del hospital y el perro no merecía indagación alguna. Es un misterio el por qué
el hombre no se ocupó del misterio. Valga decir, él se encontraba fuera de
lugar. No lo culpo, lo compadezco, la muerte es una fuerza tsunámica que
arrastra hasta los más vivos. La casa la vendió en un santiamén y se compró el
auto que tanto deseaba. ¨Hay que vivir el presente¨, habrá dicho.
Yo, por lo
pronto, lloré al perro y a su compañera. Durante la noche me metí al jardín y
bajo una, lo juro, preciosísima luna, los extrañé como a mi propia vida, que
sentía lejana, como si la ausencia de ellos fuera también la mía. Y no estaba
equivocado, algo de ellos había en mí y estaría para siempre conmigo. No sé
bien qué es o a lo que me refiero, lamento no poder explicarlo con las palabras que necesito, aunque realmente no
necesito explicarlo.
Solo voy a decir
que durante las mañanas en que desayunaba junto a la ventana, orillado al
coqueto jardín, el perro aparecía y se echaba en un círculo de sol. Nos
mirábamos durante vaya a saber cuánto tiempo. Lo hacíamos hasta que nada quedaba
por fuera de nuestras miradas. Ni por dentro.
Recuerdo al perro
serio, con los ojos entrecerrados por la luz dorada e inmensa del sol, luego
recuerdo a ese sol entrando en mi vida hasta cegarme de perro, y luego paz, olvido
y todo lo posible, incluido nuevamente perro solar.
Texto inspirado, entre otras cosas, por este breve momento de la película ¨Nunca es demasiado tarde (Still Life)¨. |
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