14 de julio de 2015

Perro solar.

Entré a la casa para ver a la dueña del perro, con quien debía negociar el alquiler de una diminuta pieza que tenía al fondo, que también era un apartamento rodeado de flores.

Si existe en el mundo el paraíso, nunca nadie podría imaginarlo así o ahí. La magia, por así decirlo, se producía en silencio y solo con sentarse en un punto preciso; medio metro para la izquierda o medio metro para la derecha ya te volvían a poner en la corriente usual del mundo, que no está nada mal, considerando que por su cauce corre también este milagro y otros que no descarto, porque cuando uno acude como testigo de lo insondable ya nada lo sorprende, sino que de continuo la vida se vuelve sorprendente.

En general todos los lugares a los que asisto tienen una finalidad que, bien mirada, es desconcertante: los lugares quieren sacarnos de lugar. La arquitectura, en general y en el sentido más amplio, es la construcción de nuestros deseos, que no van más allá de lo inmediato, aunque a veces nos engañemos con el largo plazo. El largo plazo, y no me quiero poner muy filosófico, es también una extensión del tiempo.

No sé ustedes, pero yo creo que nada tiene menos tiempo que la animalidad. El animal no tiene lugar sino hábitat. Su tiempo ni siquiera es el presente, su condición es de emergencia pero sin desesperación: emergen de continuo hasta que mueren.

La sabiduría está en saber habitar el espacio que corresponde sin evadirlo. Estar, solo eso. La literatura a veces trampea eso con un breve transe: va de lo humano a lo inhumano, toca fondo y luego sale nuevamente a respirar. El viaje es estimulante, claro, en alguna medida por la falta de oxígeno del cerebro. Es también, en igual medida, la experiencia de la muerte. Al menos de la conciencia.

La pieza que alquilé estaba sobre una lomada del terreno, medio enterrada como una morada de Hobbit. La mujer que me lo alquiló tenía esa hospitalidad de los personajes de Tolkien. Incluso había en su mirada la picardía de quien sabe un secreto hermoso. Su perro se comportaba como un cómplice alegre, aunque discreto. Me movió la cola una vez, por convención y cortesía. Yo lo saludé con la misma elegancia, asintiendo levemente con la cabeza. Ese primer intercambio fue decisivo.

Alquilé la pieza por una suma de dinero irrisoria aun cuando no fuera el paraíso. Que lo era. Por eso alquilé allí tres años seguidos, hasta que la señora falleció. Me enteré el año en que fui a alojarme por cuarta vez. Llamé aplaudiendo las manos y salió un desconocido sin perro que dijo ser su hijo y por el cual lamento no haya heredado el don de saber vivir. La pieza ahora no se alquilaría más y no supo decirme qué había pasado con el perro al que supuso perdido o adoptado por un vecino porque cuando él llegó de Buenos Aires la madre ya estaba en la morgue del hospital y el perro no merecía indagación alguna. Es un misterio el por qué el hombre no se ocupó del misterio. Valga decir, él se encontraba fuera de lugar. No lo culpo, lo compadezco, la muerte es una fuerza tsunámica que arrastra hasta los más vivos. La casa la vendió en un santiamén y se compró el auto que tanto deseaba. ¨Hay que vivir el presente¨, habrá dicho.

Yo, por lo pronto, lloré al perro y a su compañera. Durante la noche me metí al jardín y bajo una, lo juro, preciosísima luna, los extrañé como a mi propia vida, que sentía lejana, como si la ausencia de ellos fuera también la mía. Y no estaba equivocado, algo de ellos había en mí y estaría para siempre conmigo. No sé bien qué es o a lo que me refiero, lamento no poder explicarlo con las  palabras que necesito, aunque realmente no necesito explicarlo.

Solo voy a decir que durante las mañanas en que desayunaba junto a la ventana, orillado al coqueto jardín, el perro aparecía y se echaba en un círculo de sol. Nos mirábamos durante vaya a saber cuánto tiempo. Lo hacíamos hasta que nada quedaba por fuera de nuestras miradas. Ni por dentro.


Recuerdo al perro serio, con los ojos entrecerrados por la luz dorada e inmensa del sol, luego recuerdo a ese sol entrando en mi vida hasta cegarme de perro, y luego paz, olvido y todo lo posible, incluido nuevamente perro solar.

Texto inspirado, entre otras cosas, por este breve momento de la película ¨Nunca es demasiado tarde (Still Life)¨.

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