6 de julio de 2015
Sin principio y sin final (parte 2).
Lo
primero que hice fue equivocarme, es decir, hacer lo de siempre: organizarme.
Planeé todo el recorrido con paradas programadas para cargar combustible,
comer, mear, estirar las piernas, dormir, y así hasta llegar a un lugar real y
a otro simbólico, que compartirían el mismo espacio; solo posible por sus
diferentes densidades. Misterios de la física, cosa común para este tipo de
relatos. Lo segundo que hice fue cargar algunos libros y música. A saber:
Robinson Crusoe, de Defoe (nunca lo había leído), y Bouvard et Pécuchet, de
Flaubert (lo iba a releer). En cuanto a música, llené ocho gigas con Michael
Jackson y otros más de diversos géneros (Rock, Jazz, yo que sé, etc.) Nombro a
Michael porque fue el que más escuché. Y pensé mucho en él, llegó a parecerme
el artista más genial del universo. Pensé en su rostro, al cual convirtió
literalmente en una máscara, pensé en su devenir niño, en su patológica
inocencia, y en el desgarramiento constante al que fue sometido y por el cual
tuvo que someterse (mímesis: me someten-me someto) a un continuo quirófano
donde se lo intentaba rearmar con resultados cada vez más simbólicos y menos palpables.
Su nariz, en vez de hacerla como la del hombre rata (ver parte 1), la hizo desaparecer. Todos
veían cada vez más al niño y menos al artista, más al pedófilo y menos al
hombre de guantes blancos que se agarraba los genitales. Lo escuché mucho y le
perdoné todo.
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