A la misma hora que yo, pero una estación
más adelante, una pareja de jóvenes sube cada día al tren. Casi no hablan, ella
murmura de vez en cuando algo y él apenas asiente con la cabeza o hace un
mínimo gesto dando a entender que la escuchó. Ambos son bellos, pero se nota
que ella lo fue más. También es notable que ella es la que más ama. Suele
tomarlo del brazo y mirarlo cada tanto, tal como un perro mira a su dueño
cuando camina a su lado. Ella no usa correa pero la indiferencia de él la tiene
atada de la misma forma. En los breves momentos en que se hablan ella lo mira
con ojos grandes, tristes y ansiosos. Él apenas gira la cabeza y posa su mirada
en un punto lejano. Lo adivino, aunque use lentes oscuros. En ese desdén,
también, parece reprocharle que haya dejado sus caderas al abandono. Sin
embargo, no está ni cerca de irse con otra. Ella se esmera, dejando toda
dignidad de lado, en complacer su desabrida libido y su monstruosa forma de
comer. Por otro lado, él es demasiado apático para cortejar a otra mujer. En
verdad las desprecia. Va al gimnasio día por medio y trabaja sus glúteos con
esmero. Tiene una relación de temor con su miembro, al que higieniza varias
veces al día. Cuando tienen relaciones, la erección, en caso de ser completa,
dura escasos minutos. Ella se depila por completo y se masturba con un cepillo
de pelo mientas él duerme a su lado. Lo hace casi sin moverse, juntando sus
rodillas y apretando los labios al acabar (hace la misma mueca cuando siente
dolor, la misma). Cuando el tren llega a la terminal esperan a que todos bajen
y luego lo hacen lentamente. Desconozco a dónde van. No parecen trabajar y,
lamentablemente, tampoco parece que puedan separarse. O ser felices.
Mientras me alejo de ellos para entrar al
subte, un hombre en sus 40, nervioso y apurado, me sobrepasa. Lo hace llamando
en voz alta a una chica que va por delante de nosotros dos. Parece que quiere
devolverle a la chica algo que se le cayó. Un policía, desconfiado, lo mira.
Todos, menos el Oficial, bajamos por la escalera mecánica. Yo suelo bajar por
otra, pero no quería perder de vista lo que estaba sucediendo. Solo pude
escuchar que el pelado le dijo a la chica si podía hacerle una pregunta. Luego
la chica lo miró con temor y comenzó a bajar más rápido la escalera. Yo comencé
a sentir el poderoso circular de la adrenalina y esperaba, ansioso, mi momento
de heroísmo. El hombre la dejó ir pero, encaró al resto de las chicas que
bajaban, desprevenidas, por la misma escalera. A todas les decía lo mismo, si
podía hacerles una pregunta, y luego acercaba demasiado su cara y empezaba a
decirles algo que, por su propia naturaleza íntima, apenas se dejaba escuchar.
Yo crucé mi morral por la espalda y tenía los músculos tensos y listos para
actuar. Bajé unos escalones para acercarme pero todos llegamos al andén y la
situación perdió su estructura. Había mucha gente y llegaba el subte. Las
chicas se alejaron y subí en la primera puerta que se abrió frente a mí. El
trabajo, pero también una verdadera indiferencia, hizo que me olvidara de lo
que había sucedido. Sin embargo, instantes después, escuché la misma pregunta
que se abría paso entre los pasajeros. Quiso el destino que yo tuviese algo
para contar.
Y ahora sí, frente a mí, con todo el esplendor que un retardado puede tener, el hombre en sus 40, pero a claras luces en no más de sus 12, buscaba, de forma más sana de lo que yo pudiera hacerlo, el amor de alguna mujer. Las quería, las amaba con reverencia. Les decía si podía hacerles una pregunta y luego les explicaba: estoy haciendo una apuesta con un amigo, yo soy de Devoto y él también, somos de una barra de amigos, y estamos jugando y yo tengo una prenda, hicimos una apuesta, a ver quién de los dos puede conseguir más besos en la mejilla. En ese instante todas las mujeres corrían instintivamente sus jóvenes rostros hacia atrás. Eran horribles. Y hombres como yo contribuimos a eso. Quisiera pedirle disculpas al idiota, pero él lo hacía por mí, avergonzándome sin quererlo. Y como si todo fuese tan simple, e incapaz de sentirse ofendido, dejaba rápidamente a las chicas en paz (¿cuál paz?) y se alejaba rogando lo disculparan, que no había querido molestarlas.
Y ahora sí, frente a mí, con todo el esplendor que un retardado puede tener, el hombre en sus 40, pero a claras luces en no más de sus 12, buscaba, de forma más sana de lo que yo pudiera hacerlo, el amor de alguna mujer. Las quería, las amaba con reverencia. Les decía si podía hacerles una pregunta y luego les explicaba: estoy haciendo una apuesta con un amigo, yo soy de Devoto y él también, somos de una barra de amigos, y estamos jugando y yo tengo una prenda, hicimos una apuesta, a ver quién de los dos puede conseguir más besos en la mejilla. En ese instante todas las mujeres corrían instintivamente sus jóvenes rostros hacia atrás. Eran horribles. Y hombres como yo contribuimos a eso. Quisiera pedirle disculpas al idiota, pero él lo hacía por mí, avergonzándome sin quererlo. Y como si todo fuese tan simple, e incapaz de sentirse ofendido, dejaba rápidamente a las chicas en paz (¿cuál paz?) y se alejaba rogando lo disculparan, que no había querido molestarlas.
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