¿De qué
sirven las cosas si no conducen a nada? De nada. El valor, la valía de todo,
responde a su capacidad de catapultarnos hacia otra cosa. Cualquier cosa en la
que ocupemos el tiempo debe tener esa capacidad de expulsarnos hacia el segundo
próximo. Cronos se devora así mismo. Pero no solo es una cuestión cuantitativa
sino, esencialmente, cualitativa. El tiempo a lo ancho. Esa es la expansión que
nos hace sentir fuera del tiempo.
Como
deberían saber Lost es mi serie predilecta. Y los es justamente por las razones
expuestas. Su asombroso poder radica en, continuamente, expulsarnos de ella.
Hay libros que hacen lo mismo, que, de repente, nos sorprendemos (por él) fuera
de él. Roland Barthes, en El placer del texto, decía: ¨Estar con quien se ama y
pensar en otra cosa: es de esta manera que tengo los mejores pensamientos, que
invento lo mejor y más adecuado para mí trabajo. Ocurre lo mismo con el texto:
produce en mí el mejor placer si llega a hacerse escuchar indirectamente, si leyéndolo
me siento llevado a levantar la cabeza, a escuchar otra cosa¨.
Escuchar
otra cosa. Eso es. Esa es la construcción del pensamiento, su propiedad:
intentar salirse de él continuamente. Razonar es huir. Y en esa huida, en ese
escape siempre fallido, saltando de rama en rama, de sinapsis en sinapsis,
descubrimos territorios inexplorados. Y sin llevar este razonamiento más lejos
de lo que yo mismo pudiera comprender, me contento en descubrir en estas
grandes y placenteras (y gozosas y golosas) obras un pensamiento puro (es
decir, huidizo). Uno de esos escapes me lo produjo una escena de Lost del
capítulo Cada hombre por su cuenta. Más allá de lo que acontecía en él y que
respondía a la serie en sí, un diálogo entre personajes citó un fragmento de De
ratones y hombres y me colgué de esa liana para arrojarme a su lectura. Y solo
a esto quería llegar: miré Lost varias veces porque, como en toda gran obra
(que son el mundo), uno haya infinitos recovecos para esconderse y huir, material
para roer y para continuar. Y todo eso es magnífico. Porque no somos ratones,
pero compartimos con ellos una inmensidad que no comprendemos y un apetito
voraz por comernos cualquier realidad posible que amenace con aplastarnos.
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