15 de marzo de 2016

Pirimba.

Estábamos en un espacio que se extendía más allá de la verdad. No era tampoco el territorio de la mentira, eso era bien sabido, sino que era lo que, a modo de palabras concatenadas, llamábamos el espacio imaginario. En verdad no era que nos lo decíamos con ese nombre o con otro, sino que lo sabíamos y punto.

Allí, como en otro lugares, pero ahora precisamente allí, nos intercambiábamos oraciones, frases y otras estructuras lingüísticas tanto verbales como no, que hacían las veces de trenes (con vagones y todo, como corresponde) en los que viajaban nuestros sentimientos y emociones más comunes, pero también los más estrambóticos, que se pretendían de primera clase, pero que, si era necesario, viajaban en el techo o colgados de las puertas o amontonados donde fuera.

El saludo más común al encontrarnos no tenía nada que envidiarle al de los perros. Nos movíamos las colas, nos desarmábamos de amor mientras el uno corría hacia el otro y nos abrazábamos como si el mañana nos fuera a encontrar a uno en, pongámosle Júpiter, y al otro en el Delta del Tigre: lejos. Entonces aprovechábamos el milagro de estar frente a frente y nos decíamos cosas inteligibles para el extranjero del amor de enamorados que se aman insondablemente desde los confines del universo y los tiempos aun, sí, cómo que no, desde que Júpiter ni siquiera era: y eso es mucho.

Entonces, luego de ese retozar infinito en el otro, comenzábamos nuestra sesión de palabras, también conocida como terapia de supervivencia en un mundo sin ternura e intoxicado de sentido y seriedad donde el transporte público es triste porque nos gustaría que nos llevase a otro lugar que no sea al que sabemos vamos, y eso no pasa. Entonces, decía, hacemos pasar nuestras propias cosas. A saber:

-        - Hola, Firulete.
-        - Hola, Manolete.




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