13 de julio de 2010

Microscopías.

Para qué callarlo, hay momentos en que siento que mi vida está cercada por mi vida. La siento pequeña, cerrada, autorreferencial, mimética, refleja hasta el hastío.

Lo bueno, si podría decirse así, es que en ese entonces se produce en mí un aguzamiento, una puesta en alfiler de la percepción, y apenas, muy apenas, puedo entender al humano en sus relaciones. Cualquier intercambio del que participo (o veo a terceros participar), me resulta extraño, exótico. Cosas simples, como atender el teléfono, las dejo de hacer por no saber qué decir. Siento el pesar del individualismo; esa semblanza social, recorte de un yo, entra en temblores cuando toma conciencia de su contradicción.




En esta, mi pequeña crisis, todo se vuelve tan convencional, tan evidente en su convención, que empiezo a ver con más detalle la construcción humana, el esqueleto de las cosas, su parte muerta, y a lo viviente que somos, como una fatalidad que participa de esa construcción.

“El resto de la noche lo pasaríamos en el campo ¡y después por tren a la ciudad! ¡A la ciudad, a la ciudad! A la ciudad donde el hombre es más pequeño, está mejor ubicado entre los hombres y se parece más al hombre.” Ferdydurke, de Witold Gombrowicz.

No me agrada sentir la ubicación mimética del hombre por el hombre que señala Witold. Ese establecerse me pone nuevamente en un yo demasiado cultural, repito: demasiado. Quiero que quede claro que me interesa la cultura (no estoy abdicando de ella). De hecho, este es un gran momento para la literatura y la filosofía




(que si bien son disciplinas constituyentes de la cultura, y su producto también, se mantienen, en este estado de observación, a la distancia infinita e irreal del microscopio. Claro que con irreal solo marco un pliegue distinto de la realidad habitual. De hecho, me agrada la cita que Rafael Cippolini, en este posteo, nos trae de Paul Klee: “Paul Klee lo señaló hace mucho tiempo: lo que vemos por un microscopio ¿es figurativo o abstracto?"),

porque es en este estado cuando me vuelvo un buen lector, cuando puedo acceder a confines (¿de ingenuidad?) infrecuentados: perder la postura, o mejor dicho, la compostura, sin temor del buen decir o el buen entender, sin la mirada omnipresente de los comentadores culturales y formadores de opinión (muchas veces interesantísimos): leo por ejemplo a Spinoza por fuera de Deleuze. Y me sonrío en esa libertad. ¿Sabemos todo lo que tienen de común el humor y la liberad? ¿Y la seriedad y el absurdo? ¿Y la realidad como un límite de la irrealidad? ¿Y el agotamiento como umbral de percepciones? ¿Y los fenómenos atmosféricos y la arquitectura? ¿A cuánto de todo esto le llamamos contexto y a cuánto le ponemos el cerrojo del olvido y lo consideramos intimidad? ¿Esencias, qué son?

Y ya que estoy de paseo por Mar del Plata camino, camino hasta que la acumulación de kilómetros vuelven irreal a la ciudad. Veinte kilómetros después las piernas no son tan útiles como la cabeza, veinte antes era al revés (aunque nunca dejaron de serse y hacerse). ¿Qué es lo irreal de esta ciudad? Ella misma, porque en sus propias calles se agota. Me consta, yo me agoté en sus calles.




Además su dimensión cambió porque, a diferencia de otra vez, yo estaba en compañía. En esa otra oportunidad la soledad me espacializó diferente. Esta vez conversé. Y fue con entera libertad de costumbres. Lo que hizo que pudiésemos comunicarnos desde, por ejemplo, una molestia en la pelvis, un entumecimiento de cuadriceps, o un fuerte olor a pescado, que aquí cobró un sentido industrial, lo que nos llevó a percibir detalles de una cultura de trabajo que nos es ajena. El viento también nos empujó a rincones invisibles. Es imposible no complacerse al sentirse envuelto en una ventolina, y en contraste, no sobrecogerse ante la multiplicidad de refugios, también llamados viviendas, donde a su partir, se funda tanto la hospitalidad como la hostilidad.

Durante el recorrido vi tan distintos hogares que por momentos la arquitectura se me antojó la disciplina máxime del ser humano. Puedo asegurar que la vida, como un embudo arremolinado de pasiones, desembocaba allí, en esas edificaciones, y que allí, claro, se edificaban nuevas pasiones. ¡Cuánto hay en una casa!
Tuve ganas de releer a Bachelard y su poética del espacio. Libro que pensé en llevar sabiendo un poco lo que me pasa cuando habito otros lugares. Finalmente no lo hice, y creo que evité la redundancia de sentimientos. Aunque pensándolo bien, tal vez no. En el viaje anterior leí La invención de Morel, y esta vez, salteado con la ética de Spinoza, leí El señor de las moscas. Es un tema recurrente en mí. La isla, el territorio separado pero en eterna consonancia con un continente. El individuo, su relación con la comunidad, lo increíble que resulta lo hecho… ¿cómo fue y es posible esto que hacemos? ¿cómo sucede la ciudad? ¿desde dónde me escriben Bachelard, Spinoza, Bioy… ¿Cómo vivieron esos hombres? ¿Qué clase de hombre soy? ¿Cuánto de estas palabras llegan a decir que la merienda, a la vuelta del caminar, es la ceremonia desde donde el hogar se yergue? Ya lo dijo Le Corbusier: “La arquitectura es un acto de amor y no una puesta en escena”.




Y para ser aún más consecuente con mi redundancia de sentimientos, voy a terminar como ya terminé alguna vez:

El espacio que se llena al darte de comer es el que tenemos en común:

"(…) Un espacio que permite todos los movimientos posibles, abierto al mundo sin limitar en nada su uso. Solo el vacío puede contenerlo todo. El recipiente vale por el espacio que abre en él”. Sobre la ceremonia del té japonés. David Le Bretón. El sabor de mundo. Una antropología de los sentidos.


La saciedad será mutua, o no será.

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